Inmigrantes de ida y vuelta
Llegaron en cayuco en la oleada de 2006 y por distintos motivos fueron devueltos a Mauritania, el punto de partida. Nunca repetirían el viaje. El sueño, dicen, es una mentira
Laura L. CaroIgnacio GilA Hassan Mukhtar Gaye las mafias han querido captarle por un millón y medio de ouguiyas mauritanas –un pequeño dineral que vienen a ser al cambio unos 3.700 euros–, para que se incorpore con ellos a la lucrativa y criminal industria de camelar inmigrantes para lanzarlos en cayuco al mar, no está muy claro si rumbo a Canarias o directos a una muerte atroz.
Experiencia, Hassan tiene. Él mismo fue uno de los 31.678 que en 2006 alcanzaron el archipiélago junto a otros 35 subsaharianos en uno de esos barcos clandestinos y que hoy está de vuelta en su casa, en Nuadibú, después de pasar mil calamidades en España y de una jugada innombrable del patrón del pesquero en el que se enroló para acabar faenando en aguas del Atlántico. Se lo quitó de encima dejándolo en tierra en una escala en Mauritania.
Hassan nos aborda en el puerto artesanal saludando animoso en un castellano admirable. Quiere contar que no sólo no volvería a subirse nunca en un cayuco, ni por todo el oro que le dieran –y eso que él es marinero desde los nueve años– sino que cada vez que tiene noticia de que alguno está por zarpar, da la voz de alarma. «Si veo gente preparándolo, lo aviso a la Guardia Civil –hay un equipo español en Nuadibú– y si me entero de que se los roban a los pescadores, lo denuncio». Lo hace porque sabe que el viaje es un suicidio y el sueño europeo un cuento.
De oír su relato se acerca otro hombre, un maliense flaco con una pena grave en la cara, que se saca despacio del bosillo una cartera que se le deshilacha a pedazos de desgastada y de ella tres tarjetas más ajadas todavía de tanto repasarlas con los dedos y el tormento de la aflicción. Son la de La Caixa, el carné de Comisiones Obreras y la cartilla sanitaria de la Generalitat Valenciana de cuando estuvo trabajando en la recogida de la naranja. Se llama Moussa Diarra. «No vale para nada», dice muy bajito sobre su ida a España también en 2006 y vuelta expulsado sin haber conseguido nunca los papeles en 2010.
Ellos en Nuadibú, como en Nuakchot también Mohamed Mauliki –deportado por la policía tras once años malviviendo de Madrid a Lérida–, son juguetes rotos de un sueño falso y, con la esperanza de que les escuchen, en los puertos se lo relatan a los demás para que no se equivoquen. «Los que están en Europa les dicen que todo está hecho, que la vida es maravillosa. Pero no es verdad, acabamos durmiendo en la calle», resume Hassan. Y lamenta que el testimonio de los fracasos y del peligro no funciona. «Conozco a muchos, muchos, muchos, que perdieron la vida. Es horrible, pero me responden que yo lo que quiero es que no se vayan», se duele.
«Prefiero sufrir aquí»
Mauritania firmó con España en 2003 –tres años antes de que se registrara la crisis de los cayucos–, un acuerdo por el se comprometía a aceptar a todos los inmigrantes irregulares que llegaran a Canarias procedentes de sus costas, fueran o no nacionales suyos. Esa política se aplica y las autoridades de Nuakchot recibieron sin ir más lejos el 10 de noviembre un avión con 22 deportados. Fue el primer y por ahora único traslado internacional de estas características tras la pandemia que obligó a congelar esta práctica, puesto que Marruecos y Argelia –principales destinos de las expulsiones desde España– aún no han permitido el restablecimiento.
Previo al Covid, Madrid fletó otros cuatro vuelos entre enero y marzo con 162 expulsados directos a Nuadibú, la ciudad mauritana al borde del Sáhara Occidental donde existe un Centro de Detención de Inmigrantes y en el que se encierra a los senegaleses, a los gambianos o los malienses trasladados desde España. Lo llaman «El guantanamito». Este diario fue autorizado a entrar para dar testimonio de las condiciones de trato a los inmigrantes pero cuando faltaba muy poco se revocó invocando los derechos humanos de esas personas.
Mauritania, como ayer reflejaban las palabras de su ministro del Interior, Mohamed Salem ould Merzoug, publicadas en estas mismas páginas , afirma que la legislación en esa materia se cumple a «rajatabla». Pero precisamente las organizaciones que velan por que así sea son las que dudan de que se estén respetando, empezando por la nula certeza de que se esté dando oportunidad a estos individuos de pedir asilo –queja constante en los informes del Defensor del Pueblo– o por las entregas a Mali, que está en guerra.
Para no ser devuelto a sus países de origen, se ha detectado una proliferación de inmigrantes con mujeres de Mauritania, donde al menos en las costas, no falta qué comer porque hay pescado en abundancia y trabajo en el sector. Es el caso de Moussa Diarra.
Desde la Comisión Nacional de Derechos del Hombre, Ahmed Salem Bouhoubeyni, sintetiza en pocas palabras lo que hay detrás de los cayucos: «Puedes morir o puedes ser devuelto». Pero al mismo tiempo reprocha a Europa –firme partidaria de las expulsiones, que prevé reforzar en la revisión en curso de la política común migratoria– que «quiera lavarse las manos y hacer cuanto antes de este un asunto exterior». «Hay una responsabilidad moral, estas personas se van de países débiles huyendo muchas veces del hambre, hay mujeres y niños, la UE debería reflexionar antes de exigir que vuelvan a donde salieron», reclama.
Pero hasta ese regreso es mejor que los tumbos que tuvieron que dar de un lado a otro en España. Mohamed Mauliki no repetiría, Moussa Diarra tampoco y Hassan Mukhtar, sólo si tuviera una opción por la vía legal. En tanto, lo tiene claro: «Prefiero sufrir aquí viviendo con lo que pueda».