¿Dónde vamos?

Ninguna de las tres canciones finalistas era precisamente un dechado de originalidad, aunque tampoco nadie podía esperar a estas alturas algo de riesgo por parte de un programa que juega, hasta en sus propios promocionales, a explotar el concepto de fórmula, como si el arte ... fuera una disciplina matemática o, más bien, un siemple ejercicio de contabilidad, en el que, eso sí, el balance siempre cuadra. Esperar a estas alturas un «Waterloo», un «Pouppe de Cire, Pouppe De Son» o un «La, la, la» sería de ilusos (y prefiero que me llamen resabiado) pero sí que convendría apostar al menos, ya que se supone que esto es un escaparate (con las vidrieras más o menos mugrosas) por algún rasgo distintivo propio de nuestro riquísima tradición musical.

Poniéndonos en plan posibilista, la elección de «Dime» de Beth puede parecer acertada. Del lote propuesto era la más pegadiza, pero también es tan insulsa e impersonal como casi todo lo que hemos presentado a Eurovisión en los últimos años.  Casi es mejor Remedios Amaya descalza sacando un cero que un sobado temita discotequero a piñón fijo que no representa de dónde venimos, pero sí, desgraciadamente, a dónde vamos.

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