PCE. Clandestinidad, transición y decadencia

Hace apenas unos días que Santiago Carrillo y otros destacados dirigentes del Partido Comunista de España durante los años de la Transición coincidían en señalar que, cuando conocieron los resultados

Hace apenas unos días que Santiago Carrillo y otros destacados dirigentes del Partido Comunista de España durante los años de la Transición coincidían en señalar que, cuando conocieron los resultados de las elecciones generales celebradas en junio de 1977, no pudieron evitar una cierta sensación ... de fracaso. No eran pocos los que, una vez legalizado el partido en la Semana Santa previa, esperaban que el PCE pudiera convertirse en la alternativa de izquierdas dentro del nuevo sistema político democrático.

Sin embargo, ese optimismo pasaba por alto dos factores. Primero, que el anticomunismo había sido uno de los pilares del discurso oficial de la dictadura, y que, por tanto, varias generaciones de españoles habían crecido identificando comunismo con guerra civil y ausencia de orden. Y segundo, que el otro gran partido de la oposición, también situado a la izquierda, el socialista, había experimentado una renovación, al menos por lo que se refiere a su imagen y dirigentes, más visible que los comunistas.

En todo caso, aquel resultado electoral tan pobre y la frustración que produjo tuvo un efecto positivo. La debilidad parlamentaria y el afán por borrar la imagen de partido ligado a la guerra civil y la revolución coadyuvaron a que los líderes comunistas asumieran inequívocamente el reto de contribuir a la elaboración de una Constitución democrática. Es decir, el PCE obtuvo un puesto de honor en la historia de la Transición, gracias en parte a cómo Carrillo logró confirmar en el debate constituyente la imagen de moderación y responsabilidad que habían transmitido el resto de sus compañeros meses atrás, con motivo del entierro de los abogados laboralistas asesinados en su despacho de la calle Atocha.

Detrás de las fachadas

Lo cierto, sin embargo, es que la historia del PCE en la misma Transición, y en general en la España del siglo XX, había sido bastante más compleja y menos positiva para el éxito de la democracia, de lo que su papel en el período constituyente pueda sugerir. Se trataba de un partido marxista leninista, profundamente vinculado durante décadas al estalinismo; un partido que había considerado los regímenes de democracia liberal occidentales como meras fachadas de opresión de clase y que había creído en la necesidad de instaurar algún tipo de dictadura de clase para acabar con el capitalismo. Al fin y al cabo, el partido que se emocionaba al ver a Dolores Ibarruri y a Rafael Alberti sentados en el Congreso constituyente había sido durante décadas uno de los grandes enemigos de la democracia representativa y liberal en España. Pocos comunistas españoles habrían estado en desacuerdo con Lenin cuando aseguró, el 14 de diciembre de 1917, que había que decirle «al pueblo que sus intereses son superiores a los intereses de una institución democrática. No debemos volver a los viejos prejuicios, que subordinan los intereses del pueblo a la democracia formal.»

Pero el pasado del comunismo europeo, al igual que el del antifascismo, es, como explicara François Furet, una historia cargada de equívocos y falsedades. El caso español no fue, desde luego, muy diferente desde que en 1921 naciera el PCE.

Todavía estaban muy recientes las heridas abiertas por la terrible Gran Guerra que había asolado Europa. El conflicto había dado lugar, entre otros hechos, a la caída de los Zares, dejando paso, tras el fracaso de una pretendida revolución liberal-democrática, a un régimen de dictadura bolchevique comandado por Lenin. La influencia de la nueva Rusia comunista se notaría, muy pronto, en la vida interna de los partidos socialistas europeos, obligados a elegir en 1921 entre mantener sus señas de identidad o adherirse a la Tercera Internacional impulsada por los soviéticos.

Los socialistas españoles tomaron, no sin una importante discusión previa que ha explicado muy bien Luis Arranz Notario, la decisión de no aceptar las 21 condiciones impuestas por Moscú. Pero el episodio dio lugar a la escisión de un sector minoritario que formó el PCE. Con el leninismo como punto de referencia, el comunismo español se sometió a la tutela ideológica de Moscú. Para entonces, sin embargo, estaba claro que los planes de Lenin de una revolución a gran escala no iban a cumplirse fácilmente. El PCE, por tanto, habría de conformarse con un lentísimo desarrollo.

El pacto del Frente Popular

Quizá porque el Partido Socialista y en particular Largo Caballero no necesitaban a nadie por su izquierda que los animara a radicalizarse, o simplemente porque el anarquismo español se erigió en representante de la lucha obrera contra la «democracia burguesa» de los republicanos, lo cierto es que los comunistas no tuvieron sitio ni siquiera en la vida política de la Segunda República hasta que el pacto del Frente Popular les permitió llegar al parlamento en 1936.

No hizo falta, por tanto, alcanzar buenos resultados electorales, al modo en que por entonces lo estaban haciendo los comunistas alemanes. Bastó con que estallara la guerra y con ella la revolución, para que los comunistas de José Díaz, en medio del desbarajuste socialista y la absoluta impotencia, cuando no desidia de la izquierda republicana, aumentaran rápidamente su influencia. La debilidad de sus aliados y la trascendental ayuda militar soviética, les catapultaron a una posición de privilegio. Bien controlados y asesorados por los delegados de Stalin, siguieron una estrategia cuyo objetivo prioritario era una mayor centralización que hiciera más efectivo el esfuerzo bélico; aparte, claro, de aumentar la influencia de la URSS y contener el proceso revolucionario. Todo eso, como ha recordado recientemente Stanley G. Payne, para conseguir que una vez ganada la guerra, pudiera consolidarse lo que la estalinista Dolores Ibarruri llamó «República popular».

Pero la guerra se perdió y los comunistas españoles hubieron de pasar al exilio. La experiencia que allí les iba a tocar vivir no deja de ser cuanto menos curiosa. Aceptar primero el pacto germano-soviético en virtud del cual los dos grandes dictadores se repartían Polonia y se comprometían a no enfrentarse el uno al otro, fue sólo el principio. Lo siguiente -he aquí una de las mayores ironías de la historia europea del siglo XX- fue convertirse en luchadores por la democracia, miembros de pleno derecho de ese cajón de sastre que sería el antifascismo. El caso es que, en medio del desconcierto reinante en la oposición a la dictadura en el exilio, los comunistas, ya bajo la dirección de Santiago Carrillo y la influencia de Fernando Claudín y Jorge Semprún, tuvieron que buscar un camino propio que les permitiera prolongar el rédito de su protagonismo en la guerra civil sin por ello pasar por un simple apéndice del comunismo soviético, privado de independencia y enfrentado radicalmente a las democracias occidentales.

El primer paso fue la decisión de aprobar una política de reconciliación nacional, ratificada en el VI Congreso del partido. Se trataba de que los comunistas, una vez comprobado sobre el terreno la imposibilidad de derrotar al régimen franquista con las armas, se erigieran en protagonistas de un futuro proceso de reconciliación entre vencedores y vencidos. El objetivo, por entonces, no era una democracia liberal al estilo de las que se imponían en la Europa occidental, pero al menos se daba un paso que iba a permitir que los comunistas españoles llegaran a 1975 portando una imagen alejada, en parte, de la memoria de la guerra. Una imagen a la que contribuiría la decisión impulsada por Carrillo de desligar al PCE del estalinismo y apostar por el eurocomunismo.

Así, muerto Franco, los comunistas controlaban una de las dos plataformas de oposición al régimen y gozaban de cierto prestigio. Su proyecto, por entonces, era el de una ruptura basada, en gran medida, en el modelo de 1931; esto es, una transición dirigida por un gobierno de coalición de las fuerzas antifranquistas que llevara a cabo la consiguiente ruptura jurídica y política con la dictadura. Todo eso se sustentaba en una previa movilización de la sociedad española en el sentido deseado por los comunistas, lo que, a su juicio, obligaría a los herederos del franquismo a renunciar pacíficamente al poder.

Los hechos se encargaron de demostrar lo equivocado de esa visión. Lo importante es que Carrillo supo, en lo que cabe considerar como una de las virtudes esenciales de los liderazgos políticos de los años setenta, adaptarse a unas circunstancias y primar el objetivo de concordia nacional y democracia por encima de otros intereses más sectarios.

Sin autocrítica

Para llegar a eso no hubo, desde luego, una autocrítica profunda del papel jugado por los comunistas en los años treinta. Bastó con la defensa de un régimen de pluralismo político y la aceptación del adversario como legítimo oponente, lo que no era poco en aquel contexto. Pero esa ausencia debilitó, sin duda, la coherencia ideológica del nuevo comunismo. Y eso no tardaría en pasar factura. Lo haría primero en términos electorales, cuando una inmensa mayoría de los votantes de izquierdas optaran por un gobierno de tipo socialdemócrata; y lo haría, más tarde, cuando los propios representantes de las bases comunistas abjuraran del papel desempeñado por el eurocomunismo español en la Transición, considerando entonces que so pretexto del consenso, el partido había renunciado a sus señas de identidad.

Si el socialismo español había tenido que afrontar en 1979 su particular transición a la democracia y los conservadores, una vez certificado el fracaso inicial de Alianza Popular, habrían de pasar por un proceso de parecida envergadura, los comunistas parecieron decidirse por lo contrario. Ellos, paradójicamente, quisieron ser los herederos de quienes en los años setenta habían criticado la Transición como un pacto vergonzante. Y todo eso en un contexto de crisis ideológica que la hegemonía socialista primero, y la caída del muro de Berlín después, no harían sino acentuar. El noviazgo con los discursos del nacionalismo radical vasco y catalán, así como la destrucción de las señas de identidad «españolas» del mismo partido, una vez subsumido en la nueva coalición de Izquierda Unida, habrían de hacer el resto.

Artículo solo para suscriptores

Accede sin límites al mejor periodismo

Tres meses 1 Al mes Sin permanencia Suscribirme ahora
Opción recomendada Un año al 50% Ahorra 60€ Descuento anual Suscribirme ahora

Ver comentarios