Alejandría El espejismo de una leyenda
La realidad en Alejandría es difícil, porque Alejandría es, ante todo, una leyenda. Una leyenda forjada en su glorioso pasado que nació con la ciudad, fundada en el año 331 a. de C. por Alejandro
La realidad en Alejandría es difícil, porque Alejandría es, ante todo, una leyenda. Una leyenda forjada en su glorioso pasado que nació con la ciudad, fundada en el año 331 a. de C. por Alejandro Magno. Él la convirtió en la capital de Egipto y ... la dotó de espaciosas avenidas, esplendorosos edificios y obras insignes. Aunque el mítico Faro y la añorada Biblioteca nacieron de la mano de los primeros Ptolomeos. El Faro, considerado una de las siete maravillas del antiguo mundo, ha vuelto a brillar bajo las aguas recientemente debido a diversos descubrimientos arqueológicos. Se construyó alrededor del año 297 a. C., alcanzaba una altura de más de 120 metros y contaba con 21 plantas. Las 14 primeras tenían forma circular, las restantes eran octogonales, y estaba rematado por una torre cilíndrica en cuyo vértice se encontraba la estatua de Poseidón, dios del mar.
La Biblioteca fue la más importante de la antigüedad. Ideada por Demetrius de Falera, su primer director y bibliotecario, se cree que llegó a contar con diez grandes salas de lectura e investigación, diversos jardines, un zoológico, una sala de disección y un observatorio astronómico. Allí llegaron a guardarse hasta 700.000 rollos de papiro y en ella trabajaron los más célebres sabios de la antigüedad, como Eratóstenes, el primero en medir la circunferencia de la Tierra; Aristarco, pionero en proclamar que la Tierra gira alrededor del Sol; Hiparco, quien midió el año solar, o Arquímedes.
Alejandría resultó siempre una ciudad cosmopolita, tolerante y culta donde convivieron egipcios, fenicios, griegos, romanos y, más recientemente, ingleses, franceses, italianos... De hecho, la otra cara de su leyenda está sustentada en las letras que algunos clásicos de la literatura, como Constantino Kavafis o el británico Lawrence Durrell, destilaron en sus cafés en los últimos siglos. El autor egipcio Naguib Mahfuz, único premio Nobel de Literatura en lengua árabe, describió de este modo la ciudad en una entrevista realizada para el semanario «Al-Ahram»: «Era un lugar donde italiano, griego, francés e inglés se escuchaban más que el árabe. La ciudad era hermosa, tan limpia que uno podría haber comido sobre las aceras de sus calles. En definitiva, Alejandría era una ciudad europea, pero nos pertenecía a nosotros los egipcios».
A la deriva
Hoy, como decíamos, la realidad es difícil, pues la ciudad ya no es tan cosmopolita y, ni mucho menos, limpia, pero cuenta con el extraño encanto de las ciudades decadentes, de esas ciudades a la deriva de las que ya habló Stratis Tsirkas. Por eso, para saborear Alejandría hay que perderse por sus calles sin tiempo, posarse en sus cafés adormecidos, en sus muelles acunados por las olas del pasado. Esa es la única manera de hallar sus encantos, de descubrir la generosidad de sus gentes, que pueden invitarte a comer para subrayar una hospitalidad ancestral que salta cualquier barrera idiomática o religiosa. El espectáculo de los «autos locos» que no respetan las leyes del tráfico en el bulevar de La Corniche (el infinito paseo marítimo) no es menos singular que el del mercado cercano a las catacumbas de Kom el Shokafa, abierto casi a cualquier hora. Porque en Alejandría, a las tres de la madrugada, uno puede comprarse unos zapatos o afeitarse en una barbería mientras enfrente algún personaje salido de un cuento exótico fuma la «chicha» (pipa de agua) con una mirada tan inmensa y oscura como el mar.
Gracias a la inauguración hace cuatro años de la flamante biblioteca, en un edificio realmente espectacular, hoy esta ciudad, acamada en las aguas del Mediterráneo, intenta recuperar parte de su esplendor, despertarse de una siesta de años. En el nuevo recinto, que cuenta con 500.000 volúmenes y tiene capacidad para almacenar 8 millones de ejemplares, no se guarda ninguno de los tesoros de la antigua sabiduría, pues prácticamente todos sus papiros fueron pasto de las llamas y de distintas contiendas. El incendio más célebre del que se tienen noticias fue el que aconteció en el año 48 a. de C. En aquel tiempo había una guerra entre Cleopatra y su hermano y esposo Ptolomeo XIII. Ella pidió ayuda a Julio César, que estaba cerca de la ciudad, y éste atacó las naves de Ptolomeo ancladas en el mar, cerca de la biblioteca. Parece ser que las naves se incendiaron y el viento hizo el resto.
Vestigios del pasado
Ahora cualquier visita a la ciudad comienza en la Biblioteca Alejandrina y luego sigue por distintas rutas donde se encuentran los lugares que no deben dejar de visitarse. Uno de ellos es el museo Grecorromano, donde hay verdaderas joyas, entre las que están mosaicos, estatuas y una singular colección numismática en la cual, a través de monedas de diferentes periodos, puede descubrirse una buena parte de la historia de la ciudad. Por desgracia, este museo se está restaurando actualmente y uno deberá dejar su visita para otra ocasión. Sí pueden visitarse sin embargo la casa-museo de Kavafis, el gran poeta griego que nació y murió en Alejandría, o las catacumbas de Kom el Shokafa («colina de los trozos de vasijas»), descubiertas en 1900 y que son únicas por su forma y decoración. Datan del siglo II a. de C. y en ellas conviven elementos egipcios y grecorromanos.
No muy lejos se halla la columna de Pompeyo, un enorme pilar de 30 metros procedente de las canteras de granito rosa de Asuán. Según algunas versiones, esta columna es la única conservada de un templo situado junto a la antigua biblioteca. Según otras, es un regalo realizado al emperador Diocleciano por haber alimentado a la ciudad durante una hambruna.
El teatro romano, del siglo III d. C., es otra pequeña joya. Descubierto en 1961 durante unas obras urbanísticas, sus graderíos tenían una capacidad para 800 personas. A la salida del recinto uno puede acercarse a Pastroudis, café que hizo célebre la novela de Durrell «El cuarteto de Alejandría». También merece un paseo bajo el sol la fortaleza de Qaitbey, levantada en el lugar donde se cree que estuvo el antiguo faro, cuya luz se distinguía a más de 30 Km a la redonda. Los restos arqueológicos encontrados en las aguas cercanas así lo confirman. En esas mismas aguas parece que se hallan sumergidas las ruinas del barrio imperial, donde moró, entre otros históricos personajes, la sin par Cleopatra.
Poco después, en el mercado de Kom el Shokafa, nos sorprende un rebaño de carneros pintados de color rosa. Pensamos por un momento que estamos soñando, pero nos avisan de que su dueño las ha pintado así para reconocerlos si los roban. Y siguiendo la misma ruta de los rumiantes nos llegamos a la tienda de un carbonero, que, cual rey Baltasar salido del fondo de una cueva, nos ofrece un presente de las profundidades. Tras él surge una niña, bonita y sucia como una moneda, que ya dejara escrito Juan Ramón Jiménez. Y esa evocación urgente se nos antoja como la mejor descripción de la Alejandría que nos ha sobrecogido con su caos bien ordenado y con su encanto decadente, siempre a la deriva.
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