ABC ABC, en el epicentro de la inmigración irregular
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ABC, en el epicentro de la inmigración irregular

Inmigrantes de Senegal, Mali o Gambia se agolpan en Mauritania. Su mensaje es claro: si van a España, serán deportados y ellos mismos les devolverán a sus países

Laura L. CaroIgnacio Gil

Mauritania, 8.000 cayucos a la espera y listos para zarpar a Canarias: «Llegaré a España aunque tenga que ahogarme»

Hay en el puerto artesanal de Nuadibú una flota descomunal de 4.500 cayucos desteñidos de salitre y sol listos para zarpar con la proa apuntando al Atlántico, 8.000 si se cuentan los de Nuakchot. Ambos enclaves son los epicentros clásicos de salida de la inmigración clandestina desde Mauritania y puede que hoy mismo al amanecer, en cualquiera de ellos se esté echando en falta uno o dos barcos. Quizás cinco. Diez. Todos robados por las mafias o vendidos bajo cuerda por sus dueños pescadores a 15.000 euros mínimo.

Una fortuna cuando el sueldo medio del país no supera los 200 al mes. Y es posible que, si la guardia costera mauritana no lo remedia, alguno de esos cayucos vaya también, en este preciso momento, avanzando achacoso, ola a ola, rumbo al norte con el motor Yamaha de 40 caballos resoplando agónico por el peso a todo lo que da. A ver si agotan cuanto antes los primeros 190 kilómetros. Allí donde, dicen los que saben, se alcanza a ver ya las luces de las islas Canarias.

«Voy a llegar a España de cualquier manera, aunque tenga que ahogarme intentándolo porque esto no es vida… la esperanza es miserable. Se va un año tras otro y aquí no cambia nada», se encoraja Sheik Sidi Ahmed jurando –«¡¡¡wallay, wallay…!!!»– en medio de un embrollo de senegaleses que asienten. Se niega a creer que del sueño europeo que le han contado se despierta de golpe a fuerza de terminar durmiendo en la calle en Madrid, en Valencia o en Lérida, como le explica Mohammed Mauliki, uno de los que lo consiguió en la oleada de 2006 tras cuatro días de navegación infernal y que en 2017 fue deportado por la Policía por razones que calla.

Pero la trampa es siempre más seductora: las mafias saben cómo hacer su propaganda del paraíso inventado y conviene no olvidar que los que ya alcanzaron Las Palmas o andan por Barcelona, o por Marsella, cuentan y no paran por whatsapp que viven como Dembélé. No van a ir diciendo que han fracasado. A ello hay que añadir los efectos colaterales del Covid: todos saben que las repatriaciones desde España están congeladas –en siete meses, solo un avión ha sacado a 22 expulsados, y ha sido a Mauritania– y eso por sí mismo excita las ilusiones y electriza las ansias.

«No lo creo, no creo que no haya trabajo y que me vayan a devolver. Eso es cosa de Dios, después del destino y la suerte. O muero o llego», musita el joven Sheik, 34 años. Y cuando se queda solo en silencio con la mirada amarilla perdida en el mar, parece eso, un muerto en pie. O igual un resucitado. El caso es que su ser no está del todo aquí, asfixiado por el olor pegajoso a podrido de los montones de peces tirados por el fango del puerto que nadie quiere. Tiene la cabeza en sus cuatro hijos, medio cuerpo en el cayuco de su fábula y el otro medio ingeniándoselas para pagar los entre 2.500 y 3.000 euros del pasaje que van a exigirle las mafias. De las que por aquí solo se habla en voz muy baja, no les delates que te la estás jugando y te van a dejar fuera.

Tránsito

Mauritania es un país de espera y de tránsito, y un país pobre. Puesto 161 de 189 en el índice de Desarrollo Humano de la ONU, asombra por estar al margen del choque yihadista que sacude a sus vecinos, aunque no es moderación todo lo que reluce. Levantada sobre arena, no se sabe muy bien si está a medio construir o a punto de venirse abajo, mientras que en lo social se tambalea por la división entre la élite beduina blanca y árabe, que siente su amenazada superioridad siempre en el poder de las instituciones (la política, la Justicia, la economía, la intelectualidad…) por el avance de sus compatriotas negros. Unos, africanos francófonos que ya les pelean los privilegios en el Parlamento. Otros, los haratin, también beduinos y árabes, aunque descendientes de una esclavitud que este estado que consagra en su Constitución el islam como única fuente de derecho no criminalizó hasta 2007.

Y a multiplicar ese creciente poderío demográfico africano secretamente indeseable están contribuyendo millares de emigrantes de Senegal, de Mali, de Gambia y Guinea Conakry -por este orden en cuanto a número, según la lista del Ministerio del Interior- que se acumulan sin fin cerca de las costas. Al fin y al cabo para entrar en el país sólo necesitan presentar el DNI en la frontera y obtener el carné que otorga una especie de residencia de un año cuesta unos 60 euros, aunque pocos hacen ese desembolso. Vienen a sabiendas de que faenando en la pesca, -una riqueza colosal que el mauritano medio desprecia por considerarla tarea inferior, y que ya están explotando en sus aguas territoriales las grandes compañías chinas-, no van a pasar hambre. Que para un senegalés o un maliense ya es mucho. Mientras, a la vez consiguen ir ganando muy poco a poco el dinero que un día les servirá para pagarse el billete al viaje de las posibilidades.

Entrenamiento

Ninguno de ellos sabe o quiere entender que Mauritania, a pesar de su fragilidad, decidió hace mucho tiempo ser el gran dique de contención de la inmigración irregular a España. A lo suyo, quienes se entrenan para los cayucos ven en las costas de este territorio anclado en otro siglo y casi virgen el campo de maniobras donde familiarizarse con las mareas y la rabia de las corrientes. Particularmente, los que vienen del desierto, que no han visto un océano más que en el smartphone y tienen hasta que aprender a nadar. Amén de a manejar las barcazas indomables a bordo de las que, igual esta noche sin ir más lejos, se abandonarán, posiblemente para consumirse en un naufragio, de agotamiento o puede que de sed.

En las playas de Nuakchot, donde los barcos de madera se distinguen por estar profusamente decorados a la senegalesa, cuajados de oraciones, profetas e incontables escudos del Barça, los jóvenes ensayan sin descanso como echar al mar los cayucos. Empujan ebrios de entusiasmo, tensando cuerdas para enderezar la nave entre cantos africanos de lucha, que se apagan cuando toca arrastrar de nuevo a tierra para volver a empezar. La ruta que pretenden es ya el mayor cementerio de la inmigración: 922 fallecidos hasta el pasado jueves, una media de insoportables 2,8 muertos por día.

Frenar tanta tragedia tiene sobrecogido al Gobierno de este país. «Tenemos la obligación moral», nos dice en Nuadibú el comandante Ahmed Moulaye, director de operaciones de la Guardia de Costas mauritana, la fuerza alerta 24 horas que se ocupa de interceptar los cayucos y que tiene contabilizados esos 8.000 ya mencionados. Han apresado cuarenta y cuatro camino de las Canarias en este 2020 y la presión de sus patrullas sobre los dos principales puertos del país está llevando a las redes de tráfico de seres humano a intentar los embarques desde puntos menores intermedios, como las poblaciones costeras de Chami o Tanit.

Años de vigilancia y centenares de detenciones dramáticas de inmigrantes en mitad del mar después, estremece escuchar a este militar experto y profundamente humano confesar que no se explica la pulsión sobrehumana que les arroja a los cayucos. «Hay en ellos una fuerza incontrolable, a pesar del cansancio, a pesar del castigo... No sé de dónde sacan la resistencia, no tiene explicación», reflexiona.

Pero sabe perfectamente que a veces no es suficiente. El comandante tiene en la memoria «el trauma de las imágenes de los cuerpos en el mar». Es algo que ya nos han narrado en las calles. Sin que lo hayamos referido, también lo lamenta espontáneamente el ministro del Interior, Mohamed Salem ould Merzoug, en conversación con este diario en su despacho. Son «centenares», afirma. A las orillas de este país llegan cadáveres todos los días. Continuamente. Se tiran desde los cayucos salidos de Senegal o de Gambia que necesariamente viajan en paralelo a la costa Mauritana en su ruta canaria, aunque lo más lejos posible para tratar de esquivar la vigilancia, el arresto y la deportación segura.

El mensaje de Mauritania es uno y firme: «Aquí no hay lugar para la inmigración irregular, únicamente estamos para repatriar y devolverlos a su sitio», zanja el ministro. En palabras del presidente de la Comisión Nacional de Derechos del Hombre, Ahmed Salem Bouhoubeyni, si te aventuras por aquí en un cayuco, todo lo que te puede pasar es que «puedes morir o puedes ser devuelto». No hay más.

Víctimas del mismo drama

Detrás de este principio que se repite como un mantra entre las autoridades sale a relucir un compromiso de hermandad y de solidaridad con España que a veces se antoja surrealista, sobre todo si se contrasta con la actitud desafiante, en otros tiempos casi chantajista, que ha interpuesto Marruecos a la hora de atar su colaboración con las pateras del Mediterráneo.

«Consideramos que España es un país de frontera con nosotros, España ha expresado el más profundo interés por Mauritania desde nuestra independencia», resume para explicar ese vínculo Abdel Kader Ould Mohamed, jurista, investigador y exviceministro de Exteriores, departamento dentro del que también fue director de Asuntos Europeos y Cooperación, además de cónsul general en Canarias. Riguroso conocedor de la realidad migratoria en su país y en el archipiélago -se dice que él es la verdadera «caja negra» de lo que se sabe sobre este fenómeno- zanja que «hay un drama, del que los dos países somos las grandes víctimas» y que existe «un eje estratégico tal entre Madrid y Nuakchot que no hay forma de luchar con resultados sin la cooperación más leal y estrecha». Le tortura dar respuesta a la pregunta de «cómo conseguir juntos que mejore la situación» y se contesta que urge un comité bilateral que estudie ya soluciones. Se puede como se pudo en 2006, recuerda, cuando con la ayuda de Mauritania se logró reducir a cero la salida de cayucos hasta el año 2015.

Mientras un proceso de estudio de esas características se pone en marcha o no, este país humilde demuestra su entrega abortando salidas irregulares hacia España. Entre el 11 de octubre y el 11 de noviembre, 800 aspirantes a emigrar fueron reconducidos a sus respectivos países por las fronteras mauritanas, 3.700 en lo que va de año, datos oficiales que facilita su ministro del Interior. No son cifras deslumbrantes cuando el número de los que han alcanzado el archipiélago ascendía a 15 de noviembre a casi 17.000, pero es muy revelador precisar que la mitad matemática de ellos lo ha hecho en el transcurso del último mes. Coincidiendo con el momento, no solo del buen tiempo que anima a zarpar, sino de que Mauritania se viera obligada sin más demora a destinar una parte importante de sus fuerzas de seguridad y vigilancia a trabajar en el Covid.

«Tuvimos que concentrar muchos esfuerzos en supervisar e investigar las condiciones sanitarias en las que venía el personal de los grandes barcos llegados de Europa, se trataba de determinar o no confinamientos, y esto nos ha exigido mucho trabajo, de modo que hemos tenido que repartir todos nuestros recursos entre esta tarea y el control de la inmigración ilegal», explica el comandante Moulaye. «Quiero recalcarlo, -agrega- porque en ese periodo muchos emigrantes de países vecinos han aprovechado la circunstancia para utilizar a Mauritania como país de tránsito hacia Europa, han encontrado un hueco y no lo han dejado pasar».

Cuando se dé esa oportunidad, la verdadera sensación es que nada parará a ninguno de los que están a la espera de los cayucos. No a Chacel, de solo 12 años, que en su casa de Cité Plage, barrio de la capital donde empiezan a ser mayoría los inmigrantes que ya no caben en el gueto de Medina Trois, fantasea triste con ser futbolista «El mar es muy peligroso, pero tengo esa pasión y todo lo que haya que hacer para llegar a España me parece fácil. Podré soportarlo». Tampoco detendrá a Ibrahim, que sentencia su marcha desde Nuadibú: «Esto es muy claro: o miseria o riesgo... No me asusta, dos mil euros y me tiro ahora mismo seguro al cien por cien. Lo juro».