Muerte de Adolfo Suárez: así le recuerda su equipo

Tres ministros de Suárez y su director de Gabinete rememoran cómo era aquel hombre de Estado carismático

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BLANCA TORQUEMADA

El 2 de mayo de 2003 tuvo lugar la última aparición pública del expresidente del Gobierno y artífice de la Transición en un acto en el que respaldó la candidatura de su hijo Adolfo a la presidencia de la Junta de Comunidades de Castilla-La ... Mancha y en el que, castigado ya por su problema de salud, perdió el hilo del discurso. Desde aquel momento, se cerró el telón de una ejecutoria ejemplar y se extinguió una voz autorizada que en los últimos años, sin duda, habría contribuido a iluminar los momentos de zozobra económica y de tensión territorial. Si Suárez fue capaz de aunar voluntades en los Pactos de la Moncloa frente a una inflación desorbitada y de encauzar, en primera instancia, a los nacionalismos periféricos, algo sustancial habría tenido que decir frente al desafío secesionista de Artur Mas o ante la amenaza de intervención de la Unión Europea.

Sin duda, Adolfo Suárez habría secundado y aplaudido los llamamientos a la unidad de Su Majestad el Rey porque, si en algo destacó, fue precisamente en remar junto a otros en una misma dirección. Por ejemplo, junto a los recientemente desaparecidos Santiago Carrillo y Manuel Fraga, cuando tocó hacerlo. Y también, antes de que el proyecto centrista naufragara, junto a estrechos colaboradores y sobre todo compañeros que hoy quieren contribuir, sin lugar a dudas, a rescatar su valioso legado político en estas páginas de ABC, en una oportuna puesta en valor de su sentido de Estado, de su inagotable capacidad para el diálogo y también de la determinación con la que se aplicó en la consecución de un objetivo, porque, coinciden todos ellos, el «suarismo» nunca se caracterizó por la improvisación.

Jaime Lamo de Espinosa

El exministro Jaime Lamo de Espinosa, al frente de la cartera de Agricultura entre 1978 y 1981, evoca a «aquel Adolfo que, cuando íbamos hacia Zarzuela para dimitir ante el Rey, decía: "Mi mayor preocupación es la convivencia". Por eso sus silencios, "antes voluntarios", después forzados por la enfermedad y ahora por la muerte, "se han vuelto sonoros. Todos desearíamos hoy oír su voz y conocer su opinión. Más, ahora, en plena crisis económica, mucho más profunda que la que él tuvo que sortear, y en un escenario territorial donde se "exige" la secesión desde regiones históricamente españolas. Adolfo logró que partidos y personas renunciaran, todos, a algo en favor de los intereses del Estado español. Y con el tiempo en contra, pues había que hacerlo rápido, ya que el pueblo español no esperaba. Era precisa la celeridad, sí, pero también el consenso, la no exclusión y, sobre ello la renuncia, el sacrificio. Como hoy. Quizás hoy más que entonces».

Y aunque Lamo admite que «hoy es imposible predecir cuál sería su consejo, se podría conjeturar que su coraje político le llevaría por múltiples senderos. Tal vez, seguro, intentaría unos nuevos Pactos de la Moncloa para atajar los caminos de la economía, pero con renuncias de todos; exigiría a la clase política una alta capacidad de sacrificio con conductas exigentes en lo económico y ejemplarmente austeras; trataría de evitar el rescate desde la UE, haciendo lo que le dijeran los más expertos que él en esta materia (como entonces Fuentes Quintana); esgrimiría la Constitución, "su" Constitución, la de todos, y su exigente cumplimiento frente a los secesionistas, reales o ficticios, a los que respondería con palabra clara y hechos contundentes; seguiría firme frente al final del terror; invocaría los valores de la Transición -consenso, concordia, etcétera- como norma de conducta individual o colectiva; pediría anteponer, sin duda, el interés nacional a los de cada partido o líder; usaría de su capacidad de convicción para atraer a su camino las voluntades de otro … ¿Quién sabe?».

José Pedro Pérez-Llorca

José Pedro Pérez-Llorca, que fue, sucesivamente, ministro de Presidencia, de Admininistración Territorial y de Asuntos Exteriores en gobiernos de UCD, además de «padre» de la Constitución, pone por delante que no puede aventurar qué plantearía el expresidente en la actual coyuntura, pero sí quiere dejar constancia de que tanto la cuestión territorial como la económica «constituían ya entonces sus mayores preocupaciones». Fue testigo de sus métodos: «Suarez sabía tomar decisiones rápidas, incluso instantáneas si era indispensable; condición necesaria para un político con grandes responsabilidades, y él tuvo las máximas. Sabía hacerlo, pero le gustaba mucho más preparar bien la jugada, ser analítico. Estaba mirando siempre al futuro, intentaba anticiparse y conocer los movimientos del adversario. Era exhaustivo en la preparación de una decisión, pedía opiniones escritas y dictámenes a diestro y siniestro». Su valía no se reducía a la habilidad, la cintura política o el «ojo clínico», en opinión de Pérez-Llorca: «Sabía usar la intuición, pero siempre procuraba reunir la mayor información con testimonios de personas cercanas a sus interlocutores».

Para resumir el eje de su trayectoria, recurre Pérez-Llorca a una expresiva metáfora: «Tenía un hilo rojo que le guiaba a través del laberinto en el que se convierte la acción política en un sistema democrático. Ese hilo rojo era el conocimiento claro y profundo de su misión. Adolfo recibió un mandato, en cierto sentido de la historia, para hacer una cosa, y ese objetivo lo tenía presente en la acción cotidiana. Ello le permitía distinguir entre lo urgente y lo importante, y diferenciar las voces de los ecos. Llegaba al extremo de consagrar tiempo a trazar hipótesis sobre el futuro político utilizando una técnica de esquemas y diagramas sobre folios en blanco que luego gustaba de contrastar con personas de confianza. Tenía una gran capacidad de comunicar». Aunque algunos aspectos de su actividad le resultaran más agotadores: «Consideraba un tanto estériles los enfrentamientos de esgrima parlamentaria, llenos de hojarasca. Asumía con paciencia la necesidad de atender las inquietudes de su gran colectivo político, pero creía que se perdía mucho el tiempo».

Pese a las presiones y apremios, certifica el exministro de Exteriores, evitaba en lo posible la improvisación: «Tenía una panoplia grande de instrumentos para analizar personas y situaciones y tomar decisiones». Por eso, de ostentar hoy la responsabilidad de antaño, «es seguro que Suárez habría tratado de anticiparse a estas situaciones para evitar que se plantearan con el enorme dramatismo con el que hoy se presentan, pero no tengo nada claro que lo hubiera conseguido».

Landelino Lavilla

Landelino Lavilla, exministro de Justicia de Suárez y expresidente del Congreso de los Diputados, prefiere, entre todos los posibles, el adjetivo «cabal» para calificar la figura de Adolfo Suárez. Y desgrana los porqués: «Digo que fue un presidente cabal porque fue un presidente completo, pleno. Estudiaba los temas, los razonaba, tomaba las decisiones, dirigía y llevaba a efecto aquello que había decidido. Eso es lo que supone ser presidente de un Gobierno, de un órgano colegiado. Él presidía. Conmigo siempre estuvo a mano, siempre pude despachar con él, razonábamos, debatíamos... ¡Y finalmente siempre hacíamos lo que él me decía! En lo personal, siempre valoré su dignidad y entereza, No procedíamos del mismo ámbito, pero enseguida se estableció una confianza mutua».

Cree Lavilla que Suárez asumió con plena conciencia «su responsabilidad como hombre de la generación que tenía que hacer el cambio político. Entramos en el Gobierno personas que estábamos en la misma posición sobre cuál era el futuro que queríamos para el país, y a eso nos entregamos». Se trataba de gobernantes no solo cualificados, sino también unidos en un propósito: «A pesar de las dificultades para formar Gobierno, lo cierto es que buscó en los elegidos un nivel que no era tan frecuente entonces en la política. Se rodeó de un conjunto de personas comprometido con generosidad, con entrega (y sin resquemores entre nosotros), en una operación hecha con sinceridad, con limpieza, y buscando la legitimidad en todo lo que hacíamos para que el futuro fuera el que deseábamos para España. No hubo nada de improvisación. Por eso en un año abrimos un periodo constituyente y en tres años teníamos una Constitución».

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