AJUSTE DE CUENTAS
Un año de paz prestada
La cumbre entre Xi y Trump no ha sido un acuerdo en favor del libre comercio, sino una calculada tregua electoral
Trump necesitaba sacar a China del tablero mundial, y Xi se lo ha concedido. El pacto de Washington y Pekín alcanzado la semana pasada en Busan no es una «victoria del libre comercio» ni un «nuevo equilibrio global», sino un simple alto el fuego de ... doce meses. El presidente norteamericano gana tiempo: el suficiente para llegar a las elecciones de medio mandato sin un conflicto que pueda asustar a los mercados.
Según Nicholas Kristof, la llamada «guerra comercial» no la ganó Estados Unidos, sino China. Trump la inició creyendo que un país que exporta más está siempre en desventaja. No entendió que Pekín controla cerca del 90% de los minerales raros del planeta, insumos esenciales para la industria militar y tecnológica norteamericana. Cuando el republicano impuso sus tarifas «del Día de la Liberación», Xi respondió con el arma más eficaz de todas: restringir esas exportaciones. En cuestión de días, Estados Unidos descubrió que dependía de China mucho más de lo que China dependía de sus compras de soja que podía adquirir en Argentina.
La «solución» ahora anunciada devuelve todo al punto de partida: Washington suspende sus restricciones a empresas chinas y Pekín levanta temporalmente sus controles sobre las tierras raras. Nada cambia salvo el calendario. China mantiene el arma en el cajón y Trump puede presentar el armisticio como prueba de su destreza negociadora. Pero la asimetría permanece. Si dentro de un año la Casa Blanca endurece su retórica, bastará con que Xi vuelva a cerrar la válvula.
Por eso el gesto de Pekín es tan calculado. Con un año de suspensión Xi obtiene el doble dividendo de mantener la presión y parecer razonable. No necesita humillar a Trump, sólo dejarlo vivir políticamente. En realidad, es él quien administra la oxigenación del adversario. Kristof lo resume con una frase del Arte de la guerra: «Someter al enemigo sin combatir es la cima de la habilidad».
Además, el acuerdo deja al descubierto una carencia estructural en Occidente: la falta de una estrategia industrial coherente. Durante décadas, Estados Unidos y Europa renunciaron a producir los materiales y componentes esenciales de su propia seguridad tecnológica. Ahora, cada intento de reindustrialización tropieza con la dependencia de China. Esa vulnerabilidad explica por qué un presidente que prometió «recuperar el control» (¿no resonaba esto en el Bréxit británico?) termina celebrando un pacto que apenas disfraza su impotencia.
Trump, por su parte, ha comprado tiempo a crédito. Ha convertido una derrota estratégica en un éxito de comunicación: un aplazamiento vendido como paz. Pero la factura de lo que ha inertizado vencerá justo cuando el ciclo electoral vuelva a apretar. Entonces, si la economía o el dólar se resienten, el presidente descubrirá que esa tregua fue un préstamo chino. Y Pekín, con paciencia imperial, seguirá cobrando intereses.