El regreso de la inflación: un nuevo factor de estrés y conflictividad social
Tras años de estabilidad de precios facilitados por la creación del euro, los españoles ya no tienen memoria de la inflación. Los expertos la asimilan con un estrés que perturba la psicología del consumidor. En el BCE creen que las expectativas serán decisivas para evitar que se convierta en un grave problema
John MüllerSilvia NietoEn la república de Weimar (1918-1933), durante la hiperinflación, los alemanes llegaban con carretillas con billetes hasta la ventanilla del cine para pagar la entrada. La devaluación favorecía el trueque: se prefería el pago con salchichas antes que con marcos. En la Argentina de la década de 1970 las empresas pagaban dos veces al día para que sus empleados pudieran hacer la compra: el carrito del supermercado a mediodía contenía más productos y más valiosos que el de la noche.
El anecdotario de las hiperinflaciones es largo. Cuándo la inflación pasa a ser hiperinflación es motivo de discusión. Hay economistas que sostienen que hiperinflación es cuando la variación de los precios supera el 50% mensual. Otros hablan de un 100% en tres años. Hay quien alude a la falta de «una tendencia al equilibrio». Steve Hanke y Nicholas Krus elaboraron en 2012 una tabla con las mayores hiperinflaciones de la historia. En lo más alto, la de Hungría entre agosto de 1945 y julio de 1946 en que los precios se duplicaban cada 15 horas (207% al día). Venezuela, con una tasa de un millón por ciento en 2018 según el Banco Mundial, acaba de entrar en el ránking de los 100 peores episodios.
El arranque de la economía tras el ‘shock’ de la pandemia está provocando un brote inflacionario en casi todo el mundo. Los expertos creen que la situación es puntual y no se transformará en un fenómeno habitual y mucho menos en una hiperinflación . Pero el IPC adelantado ha marcado en agosto el máximo en una década con un 3,3% interanual. EE.UU. ha llegado al 5,4% en julio. Alemania está en el 3,1%.
Recuperación anómala
El presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, lo explicaba así el viernes pasado al inaugurar la reunión de banqueros centrales en Jackson Hole (Wyoming): «El fuerte apoyo público ha impulsado una recuperación vigorosa pero desigual , que es, en muchos aspectos, históricamente anómala. En una inversión de los patrones típicos de una recesión, el ingreso agregado per cápita aumentó en lugar de bajar, y los hogares cambiaron masivamente su gasto en servicios a bienes manufacturados. El auge de la demanda y la fuerza y velocidad de la reapertura han provocado escasez y cuellos de botella haciendo que la oferta -restringida por el Covid- no sea capaz de satisfacerla. El resultado ha sido una inflación elevada en los bienes duraderos, un sector que ha experimentado una tasa de inflación anual muy por debajo de cero durante el último cuarto de siglo».
Vivir con inflación representa un cambio radical en la sociedad. La variación permanente de los precios obliga a los ciudadanos a invertir una cantidad de tiempo en sus decisiones de compra que no le dedicarían en un escenario de estabilidad de precios. Los estudios sobre los aspectos psicológicos de la inflación indican que vivir con ella es muy parecido a vivir bajo una situación de estrés permanente (Epstein y Babad, 1982). La conflictividad social se incrementa, porque los trabajadores quieren preservar su poder de compra a ser posible creando mecanismos de indexación automática.
Mientras que los economistas sugerían inicialmente que en las épocas de inflación las personas reducían el ahorro y aumentaban los gastos (anticipaban su consumo para esquivar la subida de precios), algunos psicólogos han sugerido lo contrario. En un estudio de 1974, George Katona, uno de los pioneros de la psicología económica que prestó atención a la inflación, afirmaba que la gente prefería aplazar la compra de bienes que deseaba pero no eran de primera necesidad y reducía la demanda general de bienes en vez de incrementarla. Sólo en dos ocasiones -en 1950 y en 1973- el público norteamericano reaccionó de forma diferente, anticipando el consumo. Además, otras investigaciones, como la citada de Yakov Epstein y Elisha Babad, han sugerido que es la percepción subjetiva de la inflación (las expectativas), más que la inflación real, el factor crucial para determinar las reacciones de las personas en medio de un proceso inflacionario.
Es bien sabido que una serie de características socioeconómicas como el género, la edad o el nivel de ingresos afectan a las expectativas de inflación.
Una amenaza olvidada
Un trabajo muy interesante es ‘Memories of High Inflation’ de Michael Ehrmann y Panagiota Tzamourani, publicado por el Banco Central Europeo en 2009. En este estudio se constata que mientras el recuerdo de las hiperinflaciones es muy duradero, la memoria de episodios menos dramáticos comienza a erosionarse al cabo de 15 o 20 años. Por lo tanto, el hecho de que los ciudadanos valoren menos la estabilidad de precios y crean que la inflación ya no es una amenaza real tiene mucho que ver con el olvido. «Mientras más tiempo los bancos centrales hayan asegurado la estabilidad de precios, más importante es para ellos comprometerse en una comunicación proactiva, especialmente con las generaciones jóvenes, acerca de los beneficios de una inflación baja y estable».
En 2015, el mismo Ehrmann, junto a otros dos economistas (Pfafjar y Santoro), publicaron un estudio que titularon ‘Las actitudes de los consumidores y sus expectativas de inflación’. En él afirmaban que se sabe que las expectativas de los consumidores suelen ser sesgadas e ineficaces, se ven influenciadas por los artículos que compran con frecuencia, como la gasolina, y se ven mediatizadas por las noticias. Ehrmann y sus coautores constataron, además, que es muy probable que los consumidores pesimistas sobre su situación económica o financiera tengan expectativas de inflación más altas y confirmaron que los consumidores a los que les cuesta llegar a fin de mes están más atentos a los cambios de precios que los consumidores más ricos.
En general, las expectativas de inflación del consumidor son muy sensibles a las noticias sobre el aumento de los precios de determinados productos. El aumento de los precios de la gasolina se nota mucho más que la caída de los precios de la gasolina, como acabamos de comprobar con la electricidad.
Enrique García, portavoz de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), cree que la inflación repercute en el comportamiento de manera incuestionable. «Lo primero que hay que decir es que los españoles llevamos un tiempo con una gran estabilidad de precios, por lo que no estamos acostumbrados a las subidas exageradas», señala.
«Cuando un consumidor aprecia que un producto se encarece, busca sustitutivos. Un ejemplo es el aceite: si sube el de oliva, se pasa al de girasol para freír, porque es más barato. También se puede bajar de categorías comerciales, es decir, cambiar productos de más calidad por otros de menos, pero más baratos. O sustituir una marca por otra, como la blanca, porque a sus ojos sea más económica. Es un comportamiento racional», añade. Ese cuidado en la selección de la lista de la compra es un requisito impuesto por el golpe que el Covid-19 ha propinado a la cartera. «Según nuestros datos, hasta un 45 por ciento de las familias han visto reducidos sus ingresos con la pandemia», lamenta.
Detenerse y reflexionar acerca de los gastos diarios parece la respuesta más apropiada para no dañar la cuenta corriente. «En coyunturas en las que hay subidas de precios, los consumidores hacen un análisis sobre sus gastos habituales y valoran cambios en las marcas, en los establecimientos donde adquieren productos o en servicios contratados, como la compañía de electricidad, gas, telecomunicaciones o el seguro», detalla Rubén Sánchez, portavoz de Facua. «Septiembre es un mes que se presta a ello, porque es el inicio de curso para las familias. Con este marco de incremento del IPC, lo recomendable es valorar todo lo que hay contratado en casa, hacer una comparación, y modificar la tarifa o la compañía si encontramos un precio que es más barato».
Los consejos de las asociaciones de consumidores parecen imprescindibles para una población que apenas guarda memoria de la inflación, como subrayaba el informe del BCE. En España, las subidas anuales del IPC alcanzaron cifras de escándalo en la década de 1970, disparándose en 1973 por la guerra de Yom Kipur y el auge del precio del petróleo. El incremento registrado en 1974 fue del 17,9%. En 1977, del 26,4%, el récord histórico. La inquietud de esa época -se temía que la economía le pusiera la zancadilla a la Transición debido a una gran conflictividad social, de ahí la importancia de los Pactos de la Moncloa- quedó registrada en un editorial de ABC, publicado en mayo de 1978. «Ahora, cuando […] se especula con que en las próximas semanas asistiremos a la legalización de los partidos, el mayor peligro -y el obstáculo más considerable, también- situado en el camino de la democracia proviene del campo de la economía. Se trata, en suma, de la inflación».
Conflictividad social
Aunque la subida del IPC se estabilizó a mediados de la década de 1980, la inflación puede caldear los ánimos de una población agotada tras la pandemia. «Es una posibilidad que en determinados ámbitos haya conflictividad laboral; una posibilidad que existe, es legítima y está amparada por la ley», señala Carlos Gutiérrez, secretario de Juventudes de Comisiones Obreras.
«Todavía hay convenios colectivos que cubren a gran parte de los trabajadores con las cláusulas de salvaguarda salarial en relación al IPC. Luego, hay otros que no las tienen, y este sindicato llevará a cabo las demandas oportunas para asegurarse de que ningún salario en España se vea afectado», afirma. Pero la mayoría de los trabajadores parece desprotegido. «Las cláusulas de salvaguarda salarial afectan solo a un 18% de los convenios», explica Mariano Hoya, vicesecretario general de Política Sindical de UGT. En el pasado, ese porcentaje llegaba al 70%.
«Donde no hay cláusulas, se va a perder capacidad adquisitiva», lamenta Hoya. «Como la inflación está disparada, se firman convenios condicionados por la pandemia. Las patronales aprietan mucho. Se están acordando subidas salariales del 1,5 o el 1,4%, cuando la inflación es ya del 2,9%».
«Las expectativas inflacionarias van a ser muy relevantes en los próximos meses», sostiene un experto en política monetaria. Es probable, sugiere, que sean más importantes que la rapidez con que se normalice el mercado laboral o se resuelvan los cuellos de botella de las cadenas de suministro. En el consejo del BCE esto preocupa mucho, como ha hecho ver Luis de Guindos, vicepresidente de la entidad. Guindos no ha dejado pasar ninguna de sus intervenciones públicas para recordar que si la inflación produce efectos de segunda vuelta, es decir un aumento injustificado de rentas y salarios, tendremos un problema. Efectos de segunda vuelta habrá, pero la intensidad de los mismos y la capacidad que tengan de colarse en la institucionalidad, como ha ocurrido con la revalorización de las pensiones, serán los elementos clave del retorno de la inflación a nuestra vida cotidiana.