«Ahora valoro hasta el dolor, significa que puedo mover el brazo»
Un coche se abalanzó sobre la moto de Sergio Condés en 2023 y truncó su carrera en el fútbol americano, donde llegó a la selección española. Aún en proceso de recuperación, rememora ese momento y habla de su cambio de vida
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Asegura Sergio Condés que los placajes no duelen. El golpe, dice, apenas se siente con la adrenalina del juego. Lo que realmente duele es la caída. Cuando toda la fuerza del choque se frena en un segundo. El cuerpo contra el suelo, maniatado. El ... aire que se escapa y tarda en volver.
Habla con conocimiento de causa, porque lo placaron unas cuantas veces vistiendo la camiseta de los Black Demons de Las Rozas y de la selección española de fútbol americano. «Recibí de todos los colores», recuerda con una sonrisa. Jugaba de receptor, la posición encargada de atrapar los envíos del 'quarterback' y salir disparado con el balón ovalado en busca de hacer el mayor número posible de yardas. Una posición perfecta para alguien escurridizo, al que le fascinaba correr como si le fuera la vida en ello para evitar ser cazado. El blanco preferido de los defensas, los tipos más grandes y contundentes.
Eso fue antes del accidente, claro. Porque la vida le tenía preparado otro golpe que tampoco dolió al principio, pero que tuvo consecuencias fatales. Ese día del mes de febrero de 2023 terminó el fútbol americano para siempre. «Iba a casa de mis padres, a devolverle un videojuego a mi hermano. Iba en la moto, en un trayecto de cinco minutos. Pasaba al lado del centro comercial y vi tres coches que salían de allí. Estaba adelantando al último, a la altura de su ventanilla y noté que me empujaba. No podía ir más rápido de 30 o 40 kilómetros por hora. En ese momento perdí el control de la moto. Lo último que recuerdo es que la rueda delantera tocó con la acera, se frenó de golpe y me lanzó 'por orejas'».
Mientras Sergio explica lo que ocurrió, decenas de niñas y niños dejan sus mochilas en un lateral e inician su entrenamiento en el campo que los Black Demons comparten con el Club de Rugby Ingenieros Industriales en El Cantizal, un barrio de urbanizaciones y chalets adosados perteneciente a Las Rozas. Es el camino que también siguió Sergio de pequeño. Su primer contacto con el fútbol americano fue viendo, de casualidad, una SuperBowl por la tele junto a su padre. Al año siguiente ya hicieron planes para verla juntos. También era febrero, pero de 2013. Los San Francisco 49ers ganaron en apretado duelo a los Baltimore Ravens (34-31). La curiosidad se transformó en devoción. «Al principio cuesta seguirlo, pero poco a poco me enganché». Luego, como suele ocurrir, la cercanía con el club resultó fundamental para empezar a practicarlo: «Mi hermano fue el primero en probar un verano, y a mí me picó el gusanillo. Yo pesaba 63 kilos y pensaba: 'me van a dar por todos los lados'. Pero me enamoré del deporte, del buen rollo y el ambiente familiar. Y así seguí hasta que pude».
Aquel 'fideo' aún adolescente venía de jugar al fútbol de portero, lo que unido a su agilidad y rapidez hizo que no hubiera muchas dudas a la hora de otorgarle una posición en el campo. «Todos tenemos la imagen de los jugadores de la NFL como armarios empotrados. Pero no todos son así. Un 'running back' o un receptor son fuertes, pero no gigantes. Son jugadores ágiles, con salto, brazos largos y muy rápidos».
Al Sergio principiante se le da bien eso de correr la banda con el balón en las manos. Y aprende rápido. Su etapa coincide con una buena época de los Black Demons y le surge la oportunidad de ir con la selección, aunque no en una situación idílica. En la Federación no había dinero para desplazamientos, y tanto Sergio como el resto de jugadores tienen que poner dinero de su bolsillo para poder representar a su país. «Mi debut fue en Bélgica. Salí como suplente, pero es uno de los partidos a los que tengo más cariño. Una pasada. También recuerdo uno contra Hungría en Budapest, donde llevaron a 6.000 personas. La grada llena, disfrutando de forma muy sana… Nunca me había imaginado jugando ante tanta gente».
El parón por el Covid marca otro punto de inflexión en su carrera. Ha terminado los estudios y toca pensar en un futuro laboral, lo que implica menos horas para el deporte. También entra en su vida el flag, el fútbol americano sin contacto, que será olímpico en Los Ángeles 2028. «No me daba para hacer las dos cosas. Decidí parar con la selección, pero siempre pensando en volver». Tras el accidente ya no hubo opción.
«Me quedé inconsciente tres minutos», rememora de nuevo sobre aquel fatídico momento. «Cuando me levanté no sabía dónde estaba. Intentaba recordar. Me dolía muchísimo el cuerpo. Pensaba que me había destrozado la clavícula, algo en la espalda. Yo solo decía: 'Llamad a mi madre, por favor. Pero no llaméis a mi padre, que me va a echar la bronca'. Estaba grogui. Solo repetía: 'No me puedo creer que me haya caído de la moto'».
«Todavía hoy se me cae el arroz de la cuchara; hay zonas en las que no tengo fuerzas ni sensibilidad»
En el trayecto en la ambulancia seguía sin saber bien qué había pasado. Sintió alivio al acurrucarse y comprobar que podía mover las piernas, aunque el brazo le dolía horrores. Ya en el hospital le hicieron un TAC y varias radiografías. En una de ellas le pidieron que levantara los brazos. «Levanté el izquierdo y el derecho no se movía. La mano funcionaba, pero el brazo no. Cuando lo levanté con la mano contraria y lo solté, el brazo cayó a plomo». Cuando pasaron las ocho horas de observación que marca el protocolo le mandaron a casa. «¿Y el brazo?, dije yo. 'Si va a peor, vuelve', me respondieron. ¿Cómo que a peor?, respondí».
Los primeros días tras el accidente los pasó en casa de sus padres. Asustado, pero dando gracias de haber salido andando del hospital. Sin embargo, con el paso de los días la situación del brazo no mejoraba. Al contrario, el dolor era cada vez más intenso. Ahí empezó el peregrinaje médico entre traumatólogos y neurólogos hasta que hubo un diagnóstico claro: elongación del plexo braquial. «Cuando salí disparado de la moto el brazo se quedó atrás y provocó un cortocircuito en todo el sistema nervioso». De un día para otro había perdido toda la movilidad en el brazo derecho y las esperanzas de recuperarla por completo eran nulas. «En el mejor de los casos me dijeron que podría mejorar entre un 80 o 90%, pero tampoco se atrevían a darme plazos».
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Comenzó entonces un largo proceso de rehabilitación que no garantizaba nada. Sergio lloró mucho, porque durante meses siguió sin ver la luz al final del túnel. Iba al hospital de lunes a viernes y seguía sin poder coger un vaso de agua o atarse los cordones. La cabeza se resintió. «Tuve depresión, ansiedad, estrés… Desde el minuto uno trabajé con el psicólogo. Empecé a tener pesadillas... No puedes evadirte, no puedes dar un paseo o ir al cine sin más. Te aburres, vives contigo mismo sin poder escapar. Ves a todo el mundo hacer cosas que tú no puedes hacer y no sabes si vas a poder hacerlas otra vez en tu vida… Es muy importante asimilar que no lo vas a controlar todo de golpe. Hay que aprender poco a poco».
Por el camino encontró apoyos nuevos y perdió amigos que le demostraron que no lo eran tanto. Lecciones de vida. Trató también de alejarse de su familia. No quería ser un estorbo ni para sus padres ni para sus hermanos. Pero, a la vez, los necesitaba cerca. «Aprendí a comunicar a la gente que me rodeaba, a decirles 'no estoy bien, si no te hago caso o te doy la plasta, entiéndeme'. Eso hace un filtro de quién está y quién no». También le abrieron los brazos en el club y en la Federación. «Necesito tu cabeza, no tu brazo», le dijo el seleccionador nacional cuando le pidió ser uno de sus ayudantes.
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Un día, por fin, uno de los músculos principales del brazo reaccionó. Fue un pequeño espasmo, pero suficiente para encender la esperanza. A partir de ahí, la constancia de la rehabilitación empezó a dar resultados. Jugó a la Play durante horas, por recomendación del neurólogo, para estimular el sistema nervioso. Se obligó a repetir movimientos básicos una y otra vez. Celebró cada mínimo avance. «Todavía hoy se me cae el arroz de la cuchara cuando como una paella porque me tiembla el brazo. Hay zonas de la piel en las que no tengo sensibilidad. El brazo sigue sin estabilidad ni fuerza. Pero aprendí a hacer cosas con la izquierda. Cada avance es un triunfo».
La noche cae sobre el campo del El Cantizal, iluminado ya por los enormes focos de las esquinas, y en el césped el entrenamiento de los niños ha sido sustituido por el de los equipos sénior. Sergio no puede evitar mirarlos con nostalgia. «En cuanto me vi el brazo colgando supe que ya no iba a jugar más al fútbol americano. Pero en ese momento te da igual. Tu única idea es poder tener un brazo lo más funcional posible. Me jode más ahora. Te da rabia ver a tus amigos cercanos y no poder estar ahí con ellos. Pero luego lo pienso y digo: 'Bueno, tengo brazo. Podría no tenerlo».
Ese pensar en positivo trata de aplicarlo ahora a todas las facetas de su nueva vida, que apenas acaba de iniciar a sus 32 años: «Pese a lo ocurrido, pienso en la suerte que he tenido de que mi tío sea traumatólogo, que el padre de uno de mis mejores amigos sea uno de los neurólogos de referencia en España y que uno de mis grandes amigos sea fisio y haya podido ayudarme en todos y cada uno de los días de rehabilitación. Otros no tienen esa suerte, Y pienso en la familia que tengo. Agradezco todo lo que han hecho por mí».
También ha cambiado su escala de prioridades, y en su cabeza no hay espacio para el rencor: «Ahora valoro hasta la obsesión cada minuto que tengo. Doy gracias porque, aunque ya no pueda jugar al pádel y al baloncesto, sí puedo echar algún partido de fútbol, aunque acabe con el brazo hecho trizas. Y valoro hasta ese dolor, porque sentir dolor en el brazo significa que lo puedo mover».
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