Entrevista ABC
Txell Feixas: «La revolución en el campo de refugiados de Shatila es botar una pelota de baloncesto»
La periodista especializada en Oriente Medio recoge la historia y la evolución del primer equipo femenino de baloncesto en este campo de refugiados del Líbano
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Iniciar sesiónNo hay canastas oficiales ni marcador, ni apenas suelo suficiente para que el juego se desarrolle con normalidad. Pero hay un baloncesto con aroma a revolución que resuena con fuerza en las calles del campo de refugiados palestinos de Shatila, en Líbano. Lo componen chicas, ... que ya es una revolución, que se han convertido en mujeres valientes, aunque ese adjetivo signifique otra cosa en esta región del mundo, y en referentes de más niñas que han encontrado en un balón y media cancha una voz unánime para reivindicar su derecho a ser niñas, a jugar, a ser. Txell Feixas desgrana, describe y se deja parte de sí misma para explicar la historia de este equipo femenino de baloncesto que conoció hace diez años y que hoy expande sus propias leyes, su propio mundo.
—¿Qué le llama a escribir esta historia y quiénes son las aliadas?
—Quería mostrar cómo de duro es ser niña en Shatila, y por extensión en Oriente Medio. Pero no desde la violencia estructural que padecen todas estas chicas, sino desde instrumentos de resistencia que les permiten sobrevivir a todo esto (matrimonios concertados, privación de libertades, violencia). Mi sorpresa fue que un instrumento de empoderamiento brutal era el deporte. Me impactó ver cómo el baloncesto transformaba no solo a las niñas, sino a sus padres y a toda la comunidad y cómo una cancha se podía convertir en un espacio de liberación y seguridad.
—¿Qué ve que les aporta?
—Les da a estas niñas no solo la oportunidad del baloncesto sino algo mucho más básico que es jugar. Cuando las veo por primera vez la escena me emociona porque veo niñas que no sabían hacer algo para nosotros tan normalizado como jugar; se sienten desorientadas. Suena un silbato y empiezan a gritar, a reír, a saltar, a llorar, a la emocionarse porque estaban descubriendo lo que son y no les dejan ser, niñas. Y muchas de las que soñaban con ser buenas esposas y mejores madres, descubren que pueden soñar con ser las mujeres que quieren ser, incluso para estudiar, porque es obligatorio aprobar para ser parte del equipo, y es una de las pocas vías que tienen para salir del campo.
—¿Cómo es Shatila?
—Puse el primer pie y pensé que era el peor lugar del mundo. En estos años no superé esta sensación. Y de ese primer impacto negativo quería ver más allá, y me encontré un mundo que desconocía y que no imaginaba; y en el que las personas que lo habitan están hartas de que se les describa desde la lástima y la miseria. Me enamoró y me golpeó a la vez y tenía que hacer algo bien.
—¿Qué significa ahora para usted la palabra 'valiente'?
—En Oriente Medio me di cuenta de que la valentía más potente son las heroicidades cotidianas. Cosas muy básicas que aquí tenemos normalizadas, allí son grandes desafíos que te pueden costar la vida. Y una de ellas es botar una pelota. Ellas me decían que no son valientes, que son supervivientes. No quieren serlo, quieren ser normales y libres, vivir dignamente. Eres feminista sin saberlo ni quererlo, solo para sobrevivir.
—Uno de los protagonistas es Majdi, que crea el equipo para salvar a su hija de los peligros del campo.
—Va puerta por puerta convenciendo a los padres de las chicas de que las dejen jugar. Pero luego tiene que ir a buscarlas también para que no las persigan ni les peguen por ir a jugar.
—¿No se supone que los padres quieren lo mejor para sus hijas?
—La realidad también sirve para entender mejor esas situaciones, que a veces no resultan incomprensibles desde aquí, por falta de información. Intenté saber qué había en la mente de un padre que casaba a su niña pequeña, sobre todo porque cada conversión religiosa marca el límite, y una niña puede ser casada desde los 9 años o cuando tiene los primeros síntomas de la pubertad o tiene la primera regla. Y hablé con Ali, que casó a su hija, pero luego se arrepintió. Él me decía: 'yo pensaba que pondría un buen guardián para mi hija, evitaría que la violaran en las calles del campo, pero casándola he permitido que la viole legalmente cada día su marido'. Creyó también que mejoraría su situación económica y tendría mejores posibilidades, pero a veces sale mal y pueden devolverte a tu hija y está marcada para el resto de su vida. Es cuando entiendes. No los justificas, pero sí entiendes.
—¿Cómo se consigue cambiar una mentalidad machista cuando todo está regido por hombres?
—La única manera de que una cabeza de familia decida sobre su hija algo distinto a lo que está previsto es que otro hombre cercano le haga entender que tiene que cambiar las cosas con respecto a las mujeres, porque ellas aquí no tienen poder de decidir. Se genera una cadena de complicidades en que los hombres van diciendo a otros hombres que esta práctica no tiene que darse. Majdi y Ali también quieren desmontar a este tipo de hombres machistas. Ellos no tienen ningún manual de feminismo, porque no lo conocen, pero ayudan aplicando el sentido común: que no es normal casar a una niña o no dejarla practicar deporte por su sexo.
—Majdi, el entrenador, no deja de imponer también su visión del mundo. Y su hija, Razan, se rebela y se casa. ¿Cómo vivió esa contradicción?
—Yo le dedico el libro a Razan porque ella ve muy claro que lo que intenta hacer su padre, en el feminismo que presume aplicar, hay un acto de machismo; la obliga a hacer algo que no quiere. Su desafío es un acto de feminismo, porque niega seguir el camino de los hombres que más la quieren. Escoge el suyo propio y se convierte en una mujer hecha con sus decisiones. Ella decide sobre su vida y rompe con esa necesidad de seguir el camino que te marcan en casa.
—Hay una escena en la que ellas son las que mandan en la habitación de la casa y ellos son los que no se atreven a entrar.
—A mí la imagen que me daba eso es que pese a que ellas no están en la calle, porque las calles de Shatila las mujeres no las pisan sin los maridos, o si no les dan permiso para ir a comprar, o hacer alguna gestión familiar, son el alma de las casas. Su espacio vital es entre esas cuatro paredes. Y desde ahí, entre fogones, es donde se cuece la revolución feminista. La lucha que no pueden protagonizar fuera la tejen y la diseñan desde dentro. El feminismo no deja de existir porque no sea visible en las calles, se hace de una forma más clandestina. Las mujeres no dejan de ir a protestar por falta de ganas sino porque las matan por hacerlo. Son inteligentes y llevan su batalla en un sitio más discreto, pero continuo.
—La madre tiene un papel protagonista también, entre un lado y el otro.
—La reina de la casa va a ser siempre la madre, la que acepta todo, la que tiene sus peleas, siempre la que hace de árbitra, pero la madre también es una figura principal en un partido de baloncesto que se pueda dar dentro de las casas. Es como el puntal, que hace que la estructura no se caiga en medio del patriarcado y el machismo. Intenta lidiar y hacer que no todo se rompa en medio de tantas tensiones de iguales. Para mí era retratar también la mujer en el mundo árabe y de forma distinta. Creo que los medios de comunicación no ayudamos, hay una culpa ahí de dar una imagen de que es una sola mujer en el mundo árabe, que es sumisa, pero no son todas. Y también hay la tendencia de hablar siempre desde el drama, desde la oscuridad, pero hay mucha luz y resistencia. Héroes cotidianos.
—¿Cómo evolucionó el equipo?
—Ha hecho cambiarlo todo, en una rueda. Los padres se negaban a dejarlas jugar, les imponían otras actividades en casa para que no fueran; otros les pegaban si iban. Una niña me dijo: 'prefiero que me den palizas a quedarme en casa encerrada. Si muero por esto, que sea por las nuevas generaciones, que puedan ser las niñas que somos'. Y si las dejaban ir, supervisaban cada entrenamiento. Ahora, estos mismos padres se emocionan al ver cómo su niña encesta en la cancha. Es la demostración de que a través del deporte, vinculado a la educación, cambian esas niñas, y a la vez cambian sus familias, y esto hace cambiar a toda la comunidad entera.
—¿Y para Majdi?
—Fue amenazado de muerte y ahora, cuando vas a verlo, es un hombre muy querido en Shatila. También ha conseguido unir dos realidades, que se tocan, que no quieren verse como es Beirut y Shatila. Si no fuera por el baloncesto, las refugiadas palestinas y también sirias no saldrían nunca del campo. Ahora salen a ver a sus amigas libanesas y cruzan el campo que para algunos es casi un sitio de terroristas. Y ha hecho algo aún más bonito, que es conseguir que sirias y libanesas hagan suya la causa palestina. Cuando entramos en la cancha, no hay nación, hay niñas jugando.
—¿Cómo será el futuro de las aliadas?
—La comunidad ha ido aceptando el deporte femenino en el campo. Votar una pelota en Shatila es un desafío, es la revolución, y ya no solo feminista. Y un pequeño milagro que se repica: ahora hay otro equipo de críquet, y viudas cosiendo compresas, y talleres de redes sociales para niñas. No creo que haya más escenas de acoso, pero esa misma violencia se ejerce de puertas para dentro. No va a haber una igualdad real hasta que sea en tres niveles: gobiernos, la calle y la esfera íntima de las casas. El feminismo ha empezado ahí, aunque no sea visible.
—Han jugado en el extranjero, ¿qué supone ese choque y tener que volver?
—Siempre me ha generado dudas, pero si les preguntas, te dicen rotundamente que quieren viajar. Quince días en el extranjero es un año de gasolina para vivir en el campo. Las ayuda a ver que otra realidad es posible. Vuelven más fuertes, más luminosas. Y las de aquí también se dan cuenta de que hay personas para las que botar la pelota es jugarse la vida; cogen más conciencia de unos derechos que no valoraban tanto y saben que hay que defenderlos.
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