Perico Fernández, el boxeador español que libró un combate contra el destino
juguetes rotos
Creció en un hospicio y murió en la indigencia tras haber logrado el título mundial de los pesos ligeros en 1974
Perico Fernández, mano de hierro, cabeza de paja
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Iniciar sesiónHay vidas que se condensan en un solo momento. Es el caso de Perico Fernández, figura legendaria del boxeo español, hecho trizas por la vida. Murió a los 64 años en la indigencia y, tal vez, esa fue su condición a lo largo de ... toda su existencia, marcada por su infancia y adolescencia en un hospicio. Cuenta el periodista Orfeo Suárez, testigo del drama del púgil aragonés, que estaba en un restaurante de Zaragoza con Víctor Fernández, entrenador del equipo maño, cuando un mendigo de unos 50 años entró en el local a pedir comida. «Ahora no. Te he dicho que vengas por las noches antes de cerrar. ¡Fuera!», le recriminó el propietario. Aquel hombre humillado salió en silencio y cabizbajo. «¿Sabes quién es?», le preguntó Fernández a Orfeo. «Es Perico Fernández», dijo.
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El boxeador había nacido en Zaragoza en 1952. Ni siquiera es posible determinar la fecha exacta de su llegada al mundo porque su madre le abandonó en el hospicio Pignatelli de su ciudad natal. Allí creció o, mejor dicho, sobrevivió sin amor ni vínculos en un entorno en el que era un niño estigmatizado. Cuentan sus biógrafos que agredió a una monja y que era un chico indisciplinado, que se escapaba del hospicio. «Las monjas me pegaban con escobas. En una ocasión, me quitaron la ropa y me pusieron una inyección. Estuve todo el día durmiendo. Eso se hace con los locos y yo no lo estaba», relató años después.
Al llegar a la mayoría de edad, se marchó del hospicio y empezó a trabajar de carpintero. Pronto reveló que sus dotes eran las óptimas para hacer una carrera en el boxeo. Empezó a pelear como aficionado, destacando por su pegada y su instinto innato para rehuir los golpes. Algunos le comparaban con Muhammad Ali por su manera de moverse en el ring. En 1973, a los 21 años, se proclamó campeón de España de los pesos ligeros al vencer a Kid Tano, un experimentado púgil canario sordomudo. Fue el inicio de una serie de triunfos que le condujeron a lograr el título mundial de la categoría. Primero, derrotó a Toni Ortiz para conquistar el entorchado europeo. Fue un combate encarnizado en el que todas las apuestas estaban en su contra.
Sobrevivía con las limosnas de quienes le habían conocido como un gran campeón
Su poderoso jab acabó por tumbar en la lona a su adversario. Pocos meses después, en septiembre de 1974, le llegó la oportunidad de disputar el campeonato mundial de los pesados en Roma frente al japonés Lion Furuyama. Ganó a los puntos. Revalidó el título frente al brasileño Joao Henrique, pero sólo pudo retenerlo un año. En el verano de 1975, Perico viajó a Bangkok para defender su condición frente a Saensak Muangsurin, campeón tailandés. Apenas había preparado la pelea, fue en mal estado físico y llegó a la capital unos días antes de la cita, sin tiempo para adaptarse al calor y la humedad. Muangsurin, muy superior, le noqueó en el octavo asalto.
Avergonzado por el fiasco, el boxeador español achacó su pésimo combate a que le habían envenenado con polvos en una bebida. Pero Perico volvió a perder con Muangsurin dos años después en Madrid. Solamente tenía 25 años y estaba ya en el declive de su carrera. Su deficiente preparación y su mala cabeza arruinaron sus posibilidades. Todo empezó a irle mal. De haber sido recibido por Franco en El Pardo y tras haberse convertido en un ídolo de los medios, pasó al olvido. Su matrimonio fracasó y se refugió en la pintura, pasatiempo que al parecer se le daba muy bien.
Su deficiente preparación
y su mala cabeza
arruinaron sus posibilidades
Tras perder los escasos ahorros que había acumulado, deambulaba por las calles de Zaragoza y dormía ocasionalmente en coches abandonados, en parques o en lugares donde encontraba cobijo. Sobrevivía con las limosnas de quienes le habían conocido como un gran campeón. Durante un tiempo, las prostitutas de un burdel se compadecieron de él y le alojaron.
En los últimos años de su vida, un abogado y el propietario de un restaurante le ayudaron económicamente. Le buscaron un piso hasta que no pudo vivir solo por el Alzheimer que fue minando su memoria. Finalmente fue internado en un centro público de servicios sociales donde falleció hace siete años. «He sido un golfo y un vago», declaró cuando todavía conservaba su lucidez. Jamás echó la culpa a nadie de sus desgracias, consciente de haber sido un hombre maltratado por el destino.
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