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Natación

Ryan Lochte, una leyenda en el agua

Serán los cuartos Juegos para el nadador estadounidense, que buscará en Río superar la docena de medallas olímpicas

Ryan Lochte, en la piscina.
Ryan Lochte, en la piscina. - Afp

Ryan Lochte iba para futbolista, pero un repentino traslado de sus padres a Florida cambió sus preferencias deportivas. En el sur de Estados Unidos conoció la natación y se enamoró para siempre de la piscina. Su madre, de raíces españolas y criada en Cuba, y su padre, alemán con ascendencia inglesa y holandesa, le transmitieron una mezcla de genes difícil de igualar y eso se transformó en un cóctel brutal dentro del agua.

Hasta los catorce años, Ryan no se tomaba la natación en serio. Pasaba más tiempo castigado en las duchas que disfrutando junto al resto de sus compañeros. Le faltaba actitud y ambición, pero algo cambió durante un campeonato júnior. Tras quedar nuevamente lejos del podio, Lochte decidió que se había cansado de perder, así que empezó a entrenar duro para no volver a saborear la derrota jamás.

En la Universidad ya se comenzó a ver a un Ryan Lochte dominador y trunfante, aunque fue en los Juegos de Atenas con solo 20 años, cuando despuntó de verdad con sus primeras dos medallas olímpicas (oro en el relevo de los 200 libres y plata en el 200 estilos).

Era el inicio de una carrera fulgurante, magnífica, en la que ha llegado a hacer sombra a Michael Phelps tras sumar cuatro medallas olímpicas más en Pekín 2008 (dos oros y dos bronces) y otras cinco en Londres 2012 (dos oros, dos platas y un bronce). Llegar hasta Río 2016 ha sido una pequeña odisea para él, cambio de entrenador y de lugar de entrenamiento incluido. Romper los hábitos le costó ceder en los exigentes trials estadounidenses, en los que se quedó sin plaza para defender su oro en los 400 libres. Sí estará en el relevo, donde intentará sumar una nueva medalla que unir a las once que ya atesora. Medallas que, en ocasiones, suele regalar a los niños presentes en la grada como hizo durante el Mundial de Estambul en 2012. Un gesto precioso que aspira a poder repetir, ya que sería sinónimo de éxito.

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