La Liga se tiñe de azulgrana
La verdad de la Liga se abatió sobre el Bernabéu. Se la dijo, se la gritó, se la escupió a la cara el Barça al Madrid con un fútbol clamoroso. Nunca se vio semejante tiranía. El Barcelona reservó la sublimación para esta fecha cumbre, ante ... su sombra blanca, y todo lo ha hecho suyo: la pelota, el fútbol, el título. Un campeón maravilloso.
La serie triunfal del Madrid ha quedado enmarcada por dos derrotas ante el líder: antes en Barcelona y ahora en Madrid. El Barça le ha dado así su tajo capicúa. La palabra capicúa es catalana: cap (cabeza) y cua (cola). Primero el Barça le cortó al Madrid la cola; y ayer, viéndolo aún milagrosamente vivito y coleando, le rebanó la cabeza. La decapitación fue antológica.
El primer litigio, como se anunciaba, fue la conquista del balón, que tardó poco en rendirse a su amo. La pelota dio algo de coba como un diapasón que vibraba hacia ambos lados. La corriente alterna desembocó en el 1-0, pero esa descarga electrocutó al propio Madrid. Desde ese momento, la electricidad sacudió solo hacia Casillas.
Dijo Savater en «La tarea del héroe» —azulgrana o blanco— que lo que poseemos nos posee. El Madrid posee pundonor, y el Barça suele poseer el cuero. Fieles a la noción savateriana, los dos equipos arrancaron poseídos por lo suyo. El Madrid, en busca del éxtasis azaroso y corajudo; el Barcelona, tranquilamente fiado a su juego deslumbrante y trazo puro. Su posesión fue creciendo, brillante, total, hasta que poseyó al Madrid mismo.
Los primeros goles retrataron la identidad de cada uno. El Madrid urdió el 1-0 al asalto: empuje puro. El Barcelona replicó con un gol artesano, Messi-Henry, que auguró la exhibición. A partir del 1-1, todo el nervio del Madrid fue aplacado por el fútbol fluido, preciso, profundo y bello del Barcelona. Ya no hubo intriga, y flotó sobre el campo esa especie de membrana transparente, finísima, que une a los miembros del Barça. El Madrid sufrió, incapaz, el genuino arte azulgrana.
La mente de Guardiola despejó el escenario. Messi fue su truco. Mientras un grandioso Henry desbordaba por la izquierda, Messi eludía las tretas del lateral Heinze, artero acreditado, clavando su tizón por el centro, donde no se le esperaba. A ellos dos se sumaron los demás y el Madrid se hizo permeable al diluvio del fútbol azulgrana. Fue una tormenta de ocasiones de gol que ya no escampó sobre la infeliz soledad de Casillas. El Barcelona aceleró del relámpago al trueno y del trueno a los rayos: tres fulminaron el marcador antes del descanso.
Devorado por la llama, el Madrid se revolvió en sus cenizas con la fe suficiente para estrechar la cuenta con un gol de Sergio Ramos. El Bernabéu clamó exaltado, evocando cabriolas anímicas de los anales del club. La aparente gesta de Ramos acabó siendo una baladronada. Las meninges no bastan. Servidor de un gol y autor de otro, Sergio se fue antes de hora cabizbajo, sojuzgado por Henry, mientras sus compañeros compartían en la hierba la agonía y el fracaso. Henry amplió el paquete con el cuarto, Messi con el quinto puso el celofán y Piqué lo remitió con el sexto al fondo del alma blanca.
Iniesta, Xavi, todos, mantuvieron hasta el final el espectáculo. Su peonza mareó al Madrid, que recibía una herida en cada cruce; allá donde pisaba, lo seguía matando la cabalgata azulgrana. Murió el Madrid boquiabierto, devoto de su verdugo. Fue el Barcelona como aquel personaje de Balzac del que decía una vizcondesa: «Nos hurga en el corazón con un puñal haciéndonos admirar el puño».
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