La 'red social' de Humanistas que forjó Europa
La República de las Letras conectó las diversas corrientes de pensamiento surgidas en el continente desde la Edad Media hasta el Siglo XXI
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Iniciar sesiónCuando fuimos Europa
Existió una vez un espacio invisible que, bajo el título de República de las Letras, ordenó el pensamiento, vertebró el continente europeo y volvió a abrir las vías de comunicación que por un tiempo definieron los límites de un territorio único, poderoso y fértil.
En ... la era del mapeo y la comunicación en redes, la vieja y cansada Europa de estos primeros 22 años del S.XXI parece haber olvidado aquello desarrollando a cambio (como los adolescentes del siglo) una peligrosa indolencia cultural; una suerte de bio-obsolescencia programada que detiene la maquinaria humana de la curiosidad y el conocimiento justo cuando las hormonas y el instinto piden guerra y armas para llevarla a cabo y nosotros les entregamos para ello el primer dispositivo móvil.
Parece no haber demasiado tiempo para el pensamiento en esta nueva sociedad con déficit de atención, por eso el sentimiento ha terminado imponiéndose con éxito: es efímero, explosivo, manejable, exportable, seriado y rico en grasas, como un menú fast food en bandeja de plástico.
No es, desde luego, algo que no haya ocurrido otras veces en la larguísima Historia de la Humanidad, pero no podemos evitar que nuestra generación, que ha vivido en apenas unas décadas un cambio de mileno y un cambio de siglo, no se pregunte algunas cosas. En el silencio de las bibliotecas de Europa –un silencio de abandono, no de lectura– se esconde la clave de este enigma tan viejo como el mundo, y precisamente mirando esas bibliotecas, las ciudades que las albergan y los hombres que las hicieron posible, quisiera proponer al lector un breve viaje.
La República de las Letras
Usando una perspectiva similar a la de los drones iraníes manejados por Rusia para bombardear Ucrania, los europeos que un día fuimos podemos reclamar los restos de memoria que todavía conservamos y evocar desde este cielo negro de muerte la geolocalización de aquella luminosa red social que construyó los cimientos de Europa con idéntico entusiasmo con el que las actuales, herederas desvirtuadas, la están destruyendo.
Efectivamente, aquel espacio fértil e invisible se edificó en torno a una comunidad humanística internacional de eruditos que operaba a través de correspondencia y reuniones personales; una red social de peregrinos académicos o sabios errantes que unificaron culturalmente Europa levantando una auténtica República de las Letras habitada por una ciudadanía ideal a camino entre el Parnaso y las Academias, que adoraba la retórica, los viajes al fin del mundo (que era Italia, indiscutiblemente) y la escritura incontinente de cartas: esa correspondencia que vertebró a base de papel, lacre, ideas y postas el viejo continente.
Con la intención de remover aquella memoria conectada y literaria invocamos las palabras de Marc Fumaroli, nuestro penúltimo europeo: Debemos volver a afrontar Europa bajo una luz desacostumbrada que no sea económica ni militar, convencidos de que una instancia transnacional semejante es aún más deseable en el siglo de Facebook de lo que lo fue en el siglo de la invención del libro«.
El pensador francés afirmaba (y dedicó su vida y su obra a defenderlo) que la maestra de esa Europa era sin lugar a dudas Italia y su mejor alumno, Francia. Sea. Pero no debemos olvidar que nuestra España milenaria, bronca, inmensa, agresiva, sagaz y a intervalos deslumbrante como fogonazos de arcabuz, ocupó en aquella República de las Letras un lugar más que destacado.
Platón en Sevilla
Hay discrepancia acerca de los orígenes de la República de las Letras, que la mayoría de los estudiosos vincula a la Ilustración francesa con antecedentes inevitables en la Alemania de Gutenberg y el Londres de la Royal Society. Sea como sea, la idea de República nace, como casi todo, en Grecia y tiene a Platón como portero oficial encargado de vigilar la salida de la cueva oscura. Tanto él como el resto de los filósofos griegos iniciaron el peregrinaje hacia Occidente (con parada técnica en la Alejandría neoplatónica) envueltos en pergaminos que cruzaron guerras, mares, monasterios y traducciones hasta llegar a la escuela sevillana de Alfonso X el Sabio. En aquella urbe reconquistada y magnífica, el caldo de cultivo era perfecto para que naciera una proto-República de las Letras, pues ya se habían encargado de allanar el camino de las ideas San Isidoro y San Agustín, cuyo pensamiento estoico y neoplatónico conformó el primer medievo. Por desgracia, las escuelas alfonsíes basadas en las ciencias de la naturaleza fracasaron porque el clero prefirió inspirarse en las ideas de la Universidad de París, centrada en la teología. La cultura alfonsí era en gran parte laica, reflejando una religión profundamente humanizada, más centrada en la sensualidad del lector que en el dogma.
Patrística y Escolástica, franciscanos y dominicos contraatacaron conformando una red social de teólogos, traductores, amanuenses, iluminadores, transcriptores e inquisidores que conectaron con solidez la lejana Bizancio con aquella Roma decadente, atravesando los múltiples reinos franceses y alemanes hasta llegar a Sevilla, Toledo y Santiago, meca espiritual y fin de la tierra conocida. Mientras, las sendas de peregrinación cada vez con más tráfico, encontraron un nuevo e influyente caminante: Santo Tomás de Aquino, que vino a rescatar al viejo Aristóteles para tratar de hacerlo compatible con la doctrina de la revelación y así, los modernos estudios alfonsíes languidecieron asfixiados por la metafísica, que corrió como la pólvora china articulando un nuevo club de eruditos de las letras en apariencia indestructible, hasta que las terribles pandemias y las guerras del S.XIV volvieron a cambiar la mentalidad, moldeando un nuevo saber: el Humanismo.
Hoy está fuera de duda que la cultura italiana del Renacimiento quedó impactada por los textos e iconografía de los olvidados manuscritos sevillanos alfonsíes cuya modernidad, adelantada a su tiempo, justificó su larga y compleja repercusión en el ambiente cortesano del Quatrocento y el Cincuecento
Un barrio de Oro
En aquella Italia hermenéutica del Renacimiento se envenenaba con cianuro; en la España del Barroco, con versos. El Imperio Español había logrado cruzar el Atlántico ampliando las nuevas fronteras de la República de las Letras llevando hasta nuestra lengua, fijada por Nebrija en su Gramática y por Gracián en su conceptismo. Sin embargo, España no logró encontrar en Las Indias El Dorado, pero fabricó mientras lo buscaba, su Siglo de Oro.
En el reino de los versos letales del madrileño Barrio de las Letras, Quevedo conspiraba; Góngora malvivía; Lope triunfaba y Cervantes inventaba la novela moderna, construyendo de paso, transmutado en Quijote, el discurso inmortal de 'Las armas y las letras' que de alguna manera es la carta magna de las Repúblicas Literarias.
Tenía que ser, pues, en este momento cuando surgiera una obra específica sobre nuestra República Literaria. Su autor, Diego de Saavedra Fajardo era un hombre que por su intensa biografía y su obra merecería cuanto menos el título de Presidente de esta República revuelta de las Letras barrocas: embajador, viajero, caballero de Santiago, secretario de cardenales y asesor de reyes, asistió a nombramientos de Papas, a declaraciones de guerra en la Francia de Richelieu, a firmas de acuerdos de paz en Ratisbona y Münster, y aun encontró sosiego para la escritura. Él mismo lo cuenta así: «En la trabajosa ociosidad de mis continuos trabajos por Alemania (…) escribiendo en las posadas lo que había discurrido entre mí por el camino, cuando la correspondencia ordinaria de despachos con el rey nuestro señor y sus ministros, y los demás negocios públicos que estaban a mi cargo, daban algún espacio de tiempo». Para colmo de la perfección y la coherencia con esta República letrada, vino a morir en Madrid en el Convento de Agustinos Recoletos, o sea, en la actual Biblioteca Nacional. Moría con él también el esplendor del Imperio, pero no la República de las Letras, que cada vez se hacía menos clandestina y humanista, más especializada, científica, sistemática e institucionalizada: los eruditos se citaban en salones y academias y nacía, a imitación Della Crusca italiana, La Española, germen de la RAE, a instancias del octavo marqués de Villena, duque de Escalona y Grande de España, mayordomo mayor de Felipe V.
Mentiras, café y guerras
La correspondencia romántico-cervantina del Doctor Thebussen determinó una república imaginaria y epistolar adquiriendo tal repercusión social y política, que su autor, Mariano Pardo de Figueroa y de la Serna, que mantuvo una intensa correspondencia con los eruditos del momento: Menéndez Pelayo, Benito Pérez Galdós, Juan Valera, Antonio Peña y Goñi, Mariano de Cavia, Asenjo Barbieri, Melquíades Brizuela, Romero Robledo, Fernán Caballero, Juan Hatzenbusch y Adolfo de Castro, terminó ganándose a pulso la distinción de Cartero Honorario de Correos de España . Personaje singular donde los haya, fue miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, miembro del Instituto Arqueológico del Imperio alemán y del de Roma, de la Sociedad Histórica de Utrecht, Gran Cruz de Alfonso XII, presidente de la Sociedad del Arte Culinario de Madrid y miembro de la sociedad gastronómica y de cocineros de Londres. Fue también académico correspondiente de la Real Academia de Historia a la cual envió un cuadro con su retrato para asistir en efigie y no tener que viajar.
Aquel ambiente desembocó en un surrealismo que maridaba a la perfección con los nuevos tiempos de desengaño, monarquías agotadas y picaresco talento a raudales. La República de las Letras se pobló de bohemios que trasladaron la erudición de los salones elegantes a los cafés, inaugurando un camino de pensamiento moderno que iba desde el Cádiz ilustrado y comercial al Madrid del esperpento y el 98 y nunca en línea recta, sino serpenteante y deformada como el azogue de los espejos del Callejón del Gato.
Las tres guerras (la Primera, la Segunda y la Civil española) aniquilaron la carne, las ideas liberales y el tiempo de la erudición sin tiempo. Roma en ruinas y París en carne viva cedieron ante el empuje juvenil de Nueva York. La República de las Letras fue abandonada por los últimos valientes que apenas recordaban ya qué hacían allí. Solo un muchacho se atrevió a recorrer por última vez sus lindes pobladas de viejos condes y castillos desmoronados: Paddy Leigh Fermor quien, con un ligero equipaje a base de cartas de recomendación manuscritas y un librito de las odas de Horacio, certificó en su hermosa obra viajera la muerte cerebral de aquella República.
De República a Monarquía
Y cuando todo parecía perdido, apareció el escritor y académico Javier Marías ostentando, por azares y extrañas geometrías, el título de rey de Redonda: «No soy capaz de recuperar aquella República de las Letras–pensó– mas levantaré un reino de libros para compensar, de alguna manera, tan dolosa falta». El Reino de Redonda, último refugio de eruditos, flota hoy en mitad del mar Caribe desolado y terrible, pues su trono vuelve a estar vacío.
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