Viajar en avión
Bitácora de nuestra derrota
«Hace años, volar era un acto de distinción. Hoy es un verdadero drama que empieza mal desde que cierras con doble llave la puerta de casa»
Pantallocracia
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Iniciar sesiónHace años, volar era un acto de distinción. Hoy es un verdadero drama que empieza mal desde que cierras con doble llave la puerta de casa. Ibas a aeropuerto, no a toriles. En el taxi, el conductor se bajaba para ayudarte con las maletas ... y cuando le decías que, por favor, te llevara al aeropuerto, se llenaba el ambiente del coche de un fondo especial, entre admiración, respeto y envidia sana. Las personas lucían sus mejores galas, los niños se portaban bien (como sus padres) y los viajes eran algo que tenía sentido. No se subían al avión para desplazarse, porque el avión era parte del ritual, el principio de algo genuino y diferente. Una persona llegaba a Barajas, hoy Adolfo Suárez, y la terminal era pequeña y accesible. No tenías que correr una maratón para llegar a la puerta de embarque ni mucho menos vigilar como una madre a sus crías el equipaje de mano. Ni hablar del equipaje que se podía facturar con el billete. Nadie preguntaba cuánto pesaba ni tampoco tenías que compartir el espacio con dos personas subidas a la maleta para poder cerrarla. No pasabas un control de seguridad en el que te humillan dos guardas jurados. Nadie osaba pedirte que te quitaras los zapatos, el cinturón, ni mucho menos te registraban buscando explosivos, cuchillos o pistolas con silenciador.
Las azafatas –que entonces se llamaban así sin que nadie se escandalizara– eran como actrices de cine, con una sonrisa que parecía ensayada en Hollywood y un uniforme que desprendía elegancia. Te servían un solomillo en bandeja de plata, los asientos eran anchos, casi como el sofá de casa, y el vecino de al lado no te clavaba el codo como si estuviera defendiendo su territorio en una trinchera. Había espacio, tiempo y, sobre todo, dignidad. Viajar en avión estaba al alcance de todos porque se ahorraba para hacerlo, no comprando billetes de saldo y esquina, como quien se compra un tique del metro para ir de aquí a allá.
Hoy, en cambio, volar es un ejercicio de humildad cristiana. Las 'low cost' han democratizado el cielo, sí, pero a cambio de convertir el avión en una lata de sardinas con alas. El pasajero moderno no se viste para volar; se disfraza de turista en apuros: chanclas, camiseta de propaganda y una mochila que no entra ni en el maletero de un tractor. Los asientos son un invento sádico, diseñado para que te acuerdes de tus antepasados en cada turbulencia. Y el servicio... mejor ni hablamos del servicio. Ahora te venden un sándwich que quiso ser pero se quedó en suela de alpargata, y un café que, de tan malo, te hace añorar el de la máquina de la oficina. Todo ello mientras una voz metálica te recuerda que «por seguridad» no puedes moverte, ni respirar, ni protestar. Mátese por favor, cuánto antes: su asiento será ocupado inmediatamente. Disfrute del vuelo. O del matadero.
Antes, el avión era un club privado en las nubes. Los pasajeros charlaban, se miraban con curiosidad, incluso se hacían amigos. Había una camaradería de pioneros, como si todos fueran conscientes de estar desafiando las leyes de la gravedad. Hoy, en cambio, el avión es un campo de batalla. La lucha por el reposabrazos es más feroz que una final de Wimbledon, y el que se sienta en la ventanilla se cree con derecho a cerrar la persiana y dormir como un lirón mientras los demás miramos al infinito (o al respaldo del asiento de delante). Y no hablemos del embarque, ese ritual donde la humanidad pierde todo rastro de civilización, empujándose como si el avión fuera el último bote salvavidas del Titanic. Grupo 0 por favor, grupo 1 y 2 embarcarán después del 5 y 6. El grupo 3 y 4 debe esperar a que terminen de cobrar el suplemento por entrar antes que usted y salir a la vez. Hoy, la primera clase es demostrar al resto que eres un poco más rico por pagar el 'speedy boarding', que viene a ser una cura para la ansiedad de los que son un poco guanabís.
Sin educación
Lo peor de todo es la educación. Se ha perdido por completo. Ahora un niño llora y la madre se sube el volumen de los cascos para que sean los pasajeros los que lidien con el retoño. No se educa, se consiente. Porque ahora regañar, es decir, enseñar, no está al alcance de unos padres que prefieren molestar a los demás que al gilipollas de su hijo, mientras da pataditas al asiento delantero. Y qué me dicen del momento ese en el que los pasajeros se quitan los zapatos, las chanclas, las zapatillas… La gente luce sus pies descalzos como si fueran una canción de Shakira y el muslo peludo de un señor en pantalón corto se pega a tu pantalón porque en el egoísmo, siempre gana al que menos cosas le molestan. Es la ley del más fuerte o, mejor dicho, del más animal. Porque la educación hoy en día se mide en lo que a uno mismo le molesta, no en lo que tus actos pueden salpicar a los demás. En ese pequeño detalle radica todo.
Y sin embargo, cuando el avión despega y ves las nubes desde arriba, todavía queda un instante, un segundo fugaz, en el que te sientes como aquellos viajeros de antaño: un poco niño, un poco explorador, un poco libre. Aunque sea hasta que la azafata te ofrezca un rasca-y-gana por cinco euros.
Y así, entre el recuerdo del glamur perdido y la realidad del 'low cost', seguiremos surcando los cielos, que es lo que cuenta. Porque viajar en avión será muchas cosas, pero aburrido, nunca. Aunque bien es cierto que la mejor manera de viajar en avión es hacerlo a la contra, cuando todos vuelven. Quedaos el agosto rebaños indecentes, niños gritones y padres enganchados a la pantalla. Es vuestro. Seguiré haciendo escalas en mi imaginación para que cuando vaya al aeropuerto, tenga la certeza de que ningún ovino pueda hacer de mi viaje en avión, un verdadero infierno con alas.
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