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ABC Cultural

Un verano... con Jorge Luis Borges

En el verano del escritor argentino, los dragones prefieren beber la sangre de los elefantes, que es notablemente más fría

Lea el resto de la serie 'Un verano con'

Un fragmento de la ilustración de José María Nieto. JM Nieto
Karina Sainz Borgo

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El verano de Borges es austral. Ocurre entre febrero y marzo. Sus personajes y narradores lo usan como espejo y en ocasiones lo atraviesan. «Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi ... padre, ese año, me había llevado a veranear en Fray Bentos». El estío del argentino es sensación y evocación. Es memoria de la luz, pero no la luz. Cuando escribió 'Los jardines de los senderos que se bifurcan', en 1941, su visión era ya reducida, pero aún no estaba ciego. El mundo, eso sí, era ya plenamente un tanteo. Las imágenes de Borges —el sol de Borges, los tigres de Borges, y como ellos sus colores, sus pájaros y estampas— emergen repujadas por el lenguaje para que podamos leerlas al tacto con el papel. Borges percute, repuja, talla. Sacudiendo la arena forma una campana de cristal para un mundo emancipado. Un mundo que solo puede existir en su mente. Y en su literatura. Lo mismo ocurre con sus solsticios.

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