El urbanita vuelve al pueblo
Bitácora de nuestra derrota
«El veraneante trae consigo la modernidad. Habla de movilidad sostenible a gente que solo se pregunta si el tractor arrancará hoy. Busca leche de avena y de soja en la tienda, y el tendero le responde que avena tienen, sí, pero para el pienso»
El infierno de la autocaravana
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Iniciar sesiónVolver al pueblo en verano es un acto de fe, pero también es regresar a cuando nada dolía. Eso si tiene un pueblo al que volver, claro. Uno se cree que regresa a un remanso de paz, a un lugar donde solo suena el canto ... de los pájaros y la brisa mueve los chopos. La postal perfecta. La primera mañana, a las cinco y media, canta el gallo. Y no canta por gusto. Canta porque lleva siglos cantando a esa hora y nadie ha tenido la ocurrencia de denunciarlo. El veraneante de hoy, indignado, no entiende cómo el pueblo entero puede tolerar tal escándalo. Cuando el gallo se calla, arrancan las vacas. Suben al prado con sus cencerros, cada una con su tono particular, componiendo la sinfonía más agradable de la historia. El veraneante protesta. Habla de 'contaminación acústica', a pesar de que en Madrid duerme con ambulancias, cláxones y terrazas hasta las tres de la mañana. Pero eso sí le parece normal porque ha dejado atrás todo lo que le hizo de esta forma y le cabrea no poder controlar el mando del volumen.
En el pueblo, no. En el pueblo todo le molesta. El polvo de las calles. El tractor que levanta tierra. Las moscas en la comida. Las avispas. El olor a estiércol. «Aquí no se puede vivir», sentencia a las pocas horas. Y mientras tanto, sube fotos a Instagram con el pie: Volviendo a las raíces. El veraneante trae consigo la modernidad. Habla de movilidad sostenible a gente que solo se pregunta si el tractor arrancará hoy. Busca leche de avena y de soja en la tienda, y el tendero le responde que avena tienen, sí, pero para el pienso. En la plaza pide sushi, pero le sirven torreznos. El del bar recuerda que era hijo de éste o de aquél, pero el veraneante está preocupado porque al wifi se conectan demasiadas personas de su familia y la conexión no es suficiente para ver esa serie que le quita el sueño. Por eso pregunta al tendero agobiado si hay alguna red disponible y éste le contesta que sí, claro, que pregunte mejor en el puerto donde las señoras siguen cosiendo las redes que se rompieron cuando volvieron de pescar bonitos.
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La piscina municipal es otro trauma. En la ciudad, tumbona numerada y socorrista musculado en la urba. En el pueblo, niños en bomba, abuelos nadando en diagonal y un altavoz portátil con reguetón. El urbanita aguanta media hora antes de huir porque no entiende bien cómo es posible que niños, abuelos y él mismo tengan que compartir la misma agua. En el pueblo nadie pregunta porque todos están felices de volver a escuchar niños en sus callejuelas y plazas. Las bolsas de pipas vuelven a ser un best seller y mientras los ríos son la mejor opción para un baño improvisado, el urbanita trata de comprar por Amazon unos escarpines o algo para no dañarse las plantas de los pies.
Las fiestas patronales tampoco ayudan. Él espera trajes regionales y danzas típicas, pero encuentra una charanga desafinada, una peña borracha y un botellón que dura tres días. A medianoche escribe una queja formal en el tablón del ayuntamiento. El resto del pueblo lleva dos siglos sin dormir en fiestas y no ha pasado nada, pero él está indignado porque en su memoria decoró los recuerdos con nubes de algodón y monedas de quinientas pelas que servían casi para la entrada de un piso. Hoy apenas llega para un helado. Pero lo que más le indigna es la conexión a internet. Prometió que este año se integraría, que disfrutaría del ritmo lento. A los tres días pregunta dónde hay un coworking. Descubre que el wifi va a pedales y sospecha que el campo es una conspiración personal contra él. Y, sin embargo, vuelve cada año. Protesta, sufre, maldice al gallo, a las vacas, a las campanas y a las moscas. Pero vuelve. Porque necesita convencerse de que todavía existe un lugar donde nada cambia. Y porque, al volver a la ciudad, puede presumir de «autenticidad rural» mientras toma un café de cápsula y pide por favor el cacharro ese que genera espuma de leche desnatada.
«Al volver a la ciudad, el urbanita puede presumir de 'autenticidad rural' mientras toma un café de cápsula y pide por favor el cacharro ese que genera espuma de leche desnatada»
El pueblo, por su parte, también lo necesita. Sus quejas son entretenimiento, su gasto en cañas sostiene la economía local, y su asombro alimenta el orgullo aldeano. Los unos protestan, los otros se ríen, y entre tanto ruido —el del gallo, el cencerro, la charanga y las campanas— el verano pasa porque el tiempo es un amante que no perdona y que no deja opción alguna para salvarte. Volver al pueblo no es descansar. Es resistir. Resistir al ruido, al polvo, al calor y a las costumbres de otros. Y cuando el urbanita regresa al asfalto, lo hace convencido de que ha vivido algo maravilloso. No menciona al gallo ni al estiércol. Eso lo guarda en secreto. Hasta el próximo verano, cuando se sorprenda otra vez de que el pueblo, milagrosamente, sigue igual mientras él ha cambiado otro poco, tratando de resistir la velocidad suicida de la gran ciudad.
Otro elemento indispensable en el catálogo rural es el perro suelto. No hay pueblo sin can vagabundo, dueño absoluto de las calles y terror de los veraneantes. El urbanita, acostumbrado a los perros de ciudad, siempre sujetos con correa, cree que el animal le atacará. Pero no, el perro, en realidad, no muerde; se limita a seguir al forastero, a ladrarle con persistencia y a examinar sus bolsillos como si llevara un chorizo escondido. Los lugareños, desde luego, encuentran la escena divertidísima. «No hace nada», dicen, como si la mera posibilidad de que un perro de cuarenta kilos te acompañe ladrando hasta la plaza fuera un gesto de hospitalidad.
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El pueblo se divide entre dos escenarios: el bar y el banco de la plaza. El bar es el centro de operaciones de todo varón jubilado, agricultor semirretirado o cazador en excedencia. Allí se discuten cuestiones esenciales como el precio del maíz, las lluvias que no llegan y la última infracción del pueblo vecino. El urbanita pide un café con leche y observa. En la ciudad, un café se bebe en silencio porque ya no compartimos la vida con el de al lado. En el pueblo, el café es la excusa para permanecer tres horas sentado, opinando de todo. El bar no vende bebidas: vende permanencia. Y es que volver al pueblo es mucho más de lo que parece. El pueblo es, con sus defectos, un recordatorio de lo elemental, un regalo para los que lo tienen y, sin duda, el anhelo de quienes no tienen dónde volver ni siquiera en vacaciones.
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