Talavante sale a hombros en el gran homenaje de Pablo Aguado a Pepe Luis Vázquez

Aun siendo el único cinqueño de la tarde –faltaban unos días para que soplara las velas en las soñadas tierras de Monte San Miguel (Aracena, Huelva)–, tuvo Farandulero un molde más recortado que el anterior. Que no por eso fue menos rematado este tercero de la tarde, todo redondo en sus 510 kilos. Había cantado en su vehemente salida que en el pitón derecho estaba su lío, y el premio. Antes de brindar al cielo se acordó Pablo Aguado del maestro Camino entre chicuelinas: elevado en su figura y sin forzar los movimientos. Ya en el inicio hubo una distancia sideral –con el alternante y con su propio pasado– en un estilo más puro y torero. El ajuste, que cambia por completo el guión. Bastaron unos trincherazos y varios pases por bajo para que Aguado recordara cómo se torea en Sevilla… y en San Bernardo. Qué despacito y torero, como sus series con la mano derecha: ni tan adelante ni tan atrás, buscando con la palma de la mano y sin electrificar el toque. Fue ése, y no el posterior cartucho de pescao, el gran homenaje a Pepe Luis. La sencillez, que hace de la naturalidad el puente hacia la armonía. Pasó lo que ya se vio en Pamplona o La Línea: que a Pablo Aguado lo han cambiado. Con un mismo concepto, pero con una seguridad, convicción y madurez hasta ahora impropias en él. Los busca con los vuelos, sin trucos ni ventajas. Mejores sus molinetes con la mano izquierda, más enroscados y acompañados con la cintura. Aunque embistió a media altura y fue justo de final, encontró en Farandulero su gran cooperante. Otra cosa fue el áspero Majadero, con el que sólo cuajó varios lances a pies juntos.

Se demostró con Jimio, el segundo de la tarde y primero de El Parralejo –un toro fuerte y ofensivo con sus pitones colocados hacia el frente–, por qué las figuras siempre han preferido a los mejores en sus cuadrillas. Para llevar la furgoneta, para cuidar los trastos… y para torear. A pie y a caballo. Como Javier Ambel y Manolo Cid, responsables de la conversión de un animal frío y bruto –en su salida– a enérgico y fluido –en su final–. Un puyazo, como dirían los toreros, «en toda la yema»; y unos lances, tan despacitos y largos, que le dieron esa inercia hasta entonces ausente en el toro. El temple, que hace milagros y que estalló la bondad oculta de Jimio en cuatro intensas series, más vibrantes que reunidas.

Cantamañana, el quinto, fue un torazo tremendamente serio y distinguido por la longitud de sus acucharados pitones. No podría explicarles cómo se escaparon de la cornada Manuel Izquierdo y Talavante, uno en banderillas y el otro de rodillas. Le faltó empuje y claridad a este quinto de El Parralejo, con el que verdaderamente se entregó el extremeño antes de una soberbia estocada.

Diego Ventura siguió en su línea, que es la directa sobre el resto de su escalafón. Una extraordinaria tarde, poco representada en esa escueta oreja por el mal uso del rejón. Ver a Diego Ventura es ver la prolongación de un hombre sobre la talla de un caballo, perfectamente amoldado sobre la montura y sobrado ante la calidad suprema de sus dos toros de Los Espartales, más encastado su primero.