EN LAS ENTRAÑAS DEL MORANTISMO: CUANDO LOS PARTIDARIOS CABÍAN EN UNA FURGONETA
ABC acompañó al diestro de La Puebla del Río durante la conmemoración de sus veinticinco años de alternativa
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Iniciar sesiónLos primeros rayos de luz traspasaban el frontal de nuestro coche cuando aún estábamos bordeando por la otra orilla del Guadalquivir. Ese costado de las Marismas. El de La Puebla del Río, el de Triana. Clareaba este 29 de junio, luminoso ... y calmado. Lejos quedaba ya el de 1997, tan desagradable, tan a contraestilo. El mismo sol que nos despidió a las ocho de la mañana en Sevilla nos adelantó en el camino para recibirnos a las dos de la tarde en Burgos. Gracias a Dios que hice caso («llévate una rebequita»). Era un viaje fugaz. Rápido, pese al tempranero zigzagueo por el viejo arrabal. «Hay que salir siempre por Triana», sentenciaba el maestro Emilio Muñoz, vigía del barrio de toreros y alfareros. Seis horas después pasamos del barroco al románico. Se evaporaban los setecientos kilómetros por la potencia de la emoción, por el motor de la cita: veinticinco aniversario de la alternativa de Morante de la Puebla. Bodas de plata del gran maestro moderno que encarna toda la riqueza del pasado. Regresamos a las entrañas del morantismo. Con obligaciones laborales, con sentimientos desbordados.
Con diecisiete años llegó aquel pueril José Antonio Morante. No era su doctorado soñado, pero sí el momento oportuno de hacerlo. Después de haber rozado la Puerta del Príncipe un año antes como novillero, confiaba en tomar la alternativa en Sevilla. Pero las negociaciones entre Miguel Flores y Diodoro Canorea nunca fraguaron. La primera —que no última— decepción del torero. El último gran genio de la tauromaquia, moldeado entre amarguras y lamentos.
El desencuentro ahora resulta anecdótico. Y la conmemoración entrañable: la vieja estampa en nada recuerda a la actual. La lluvia y el viento ya no importan: el Plantío ahora es el Coliseum. Derribados aquellos viejos enemigos meteorológicos, la mayor hostilidad es el infernal ruido de los peñistas retumbando en las alturas del pabellón cubierto. Tampoco están los padrinos (César Rincón y Fernando Cepeda), que llevan lustros disfrutando de la retirada. Ni Rafael Morante, tan presente en el pensamiento de su hijo. La figura del maestro también ha metamorfoseado, de espigada a robusta; y su mirada, de ingenua a reflexiva.
Nos hospedamos en el mismo hotel, a cinco minutos andando de la plaza de toros. Lo visito en la previa. Y compruebo el vertiginoso paso del tiempo: su hijo —especialmente educado y prudente— casi alcanza la misma edad con la que el padre se doctoró. Los acompaña Pedro Jorge Marques, amigo antes que apoderado. Y aparece también el primo, con el que tantos despistados me confunden, que le entrega el primer obsequio de la tarde, en nombre de la cuadrilla: un capote de paseo grana de galones.
Las ofrendas por las bodas de plata continúan en la plaza, con recuerdos conmemorativos de las peñas y la empresa organizadora (Tauroemoción). Mientras transcurre la parafernalia me distraigo con el preocupante trote de los alguacilillos: los caballos no dejan huellas sobre la arena. El ruedo debe estar excesivamente duro, circunstancia tan perseguida por el homenajeado. El relato tiene sus fundamentos. La corrida de 'El Torero' no lo puso fácil. Los toros 'soltaron las caras', que es un modo poco enclasado de embestir, dando saltos y macheteando con la cuerna. En una de esas, y entre el exceso de confianza del maestro, fue zarandeado. Incluso tuvo que pasar por la enfermería.
Insistió en cumplir con el encuentro previsto tras la corrida. Se tuvo que tumbar dolorido en el sofá de la suite. Se tocaba la rodilla, aunque no sabía ni cómo ni dónde le había golpeado. Hablamos primero del juego de la corrida. También me transmitió su disgusto del estado del ruedo: «Calla, calla, ni me hables. Así es imposible, los animales se sienten inseguros por no agarrarse bien al piso y lo que hacen es defenderse».
—Imagino que habrá sido una tarde especialmente emocionante.
—Son recuerdos inocentes y bonitos. Yo estaba nuevo y todo se me quedaba grabado con más fuerza. Era un día con mucho aire. Vinieron autobuses desde mi pueblo. Yo notaba la ilusión que tenían conmigo y su felicidad cuando pude abrir la puerta grande. El primer toro se lo brindé a mi padre. Ahora, después de haber fallecido recientemente, el recuerdo es mayor. Yo estaba muy nervioso, pero fue especialmente entrañable. Cuando veo las caras de quienes me acompañaban aquel día me da nostalgia. Son muchos los que faltan, porque los toreros siempre nos hemos juntado con gente más mayor. Otros todavía andan conmigo, incluso en la misma cuadrilla. Estos sentimientos se afloran en días como hoy.
—Las imágenes de aquel día reflejan otra plaza, otros compañeros e incluso otro Morante.
—Yo las veo con nostalgia, porque el sentimiento en aquella época era puro, cargado de ilusión. Pero claro, faltaba mucho conocimiento. Cuando veo imágenes y vídeos de aquella etapa veo muchos defectos. Bueno, no defectos, sino la ignorancia lógica. Ahora soy un torero totalmente distinto, aunque me gustaría tener la ilusión de aquel día porque es difícil mantener la motivación.
—Viendo las dos últimas temporadas, no parece que precisamente falte «ilusión y motivación».
—Oro parece, plata no es (ríe). Yo veía de pequeñito la película 'Aprendiendo a morir' de El Cordobés y recuerdo cuando le decía a aquel compañero de celda que «lo importante es ganar dinero» y éste le contestaba que «para llegar arriba hace falta algo más hondo e importante: la vocación» [«Es algo que te agarra, que no te deja vivir, un tormento que te sigue a todas partes y contra el que no puedes luchar. El hambre empuja mucho, pero la vocación empuja más. Hasta que no triunfes, hasta que no lo tengas todo en tus manos, no sabrás lo que es eso. Un vacío muy grande»]. Yo me he enterado, porque al principio quería ser torero, pero para seguir luchando con motivación lo he tenido que hacer a través de la vocación. Es una obligación moral. Cuando pierdes la ilusión inicial y viene la cuesta arriba es lo que te mantiene en la calma y queriendo hacer las cosas cada vez mejor, aprendiendo y con ilusión.
—Que se mantenga esa ilusión, por lo menos, hasta el mes de octubre.
—Me hace falta. Te mentiría si te dijese que la temporada no me está pesando, porque son muchos días fuera, pero creo que merece la pena. Y el aficionado me lo está sabiendo corresponder. Es muy bonito que después de tanto tiempo uno pueda hacer una temporada tan larga y tan intensa. Y estar sano, aunque hoy haya tenido un revolcón. Es una suerte y un privilegio. Ya voy vislumbrando el final de una carrera intensa y quiero hacer el último esfuerzo, como torear tantas corridas, que es algo que nunca había hecho. Como decía Belmonte, «las corridas se firman cuando uno está contento. Si se tuvieran que firmar en el patio de cuadrillas, no se firmaba ninguna». Ahora, comprometido con tantas fechas, no me puedo echar atrás.
—Lo que también ha cambiado en estos veinticinco años es el 'morantismo'. Aquella vez venían sus partidarios de La Puebla, ahora parece como si Morante fuese patrimonio inmaterial de la afición.
—Precisamente hoy ha venido una muchacha a enseñarme un tatuaje mío. Hay varios por ahí. Es algo que me abruma, que se queda ahí perpetuo. Siento mucha presión porque parece que soy como una inspiración o un camino a seguir y yo no me considero así. Recuerdo que Curro Romero decía que a Camarón le llevaban a los niños para que los bautizara. Vivo esa pasión. Yo a esa mujer sólo le he podido decir: «¿Para qué te has hecho eso, miarma?». Es como una especie de religión. Uno siente la responsabilidad de no dejarlos mal, por eso hago los esfuerzos. Hoy mismo, con el segundo toro, sabiendo que el piso de plaza estaba durísimo e iba a complicar la tarea, quise empujar por ellos. Aunque estuviera enfadado conmigo mismo por el estado del ruedo. Y mira, las cosas han salido bien, pese a la voltereta. He podido cortarle las orejas y el publico se ha vuelto contento. He cumplido con el objetivo sanador de este espíritu taurino.
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