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El cielo en un cartuchito

Pepe Luis toreaba cuando le daba la gana, cantaba al oído, huía del triunfo porque sólo buscaba la hondura

Alberto García Reyes

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Se hablaba de la jindama de Pepe Luis como queriendo achicarlo. Pero su mano izquierda era un romance de valentía. Dios le paró la derecha con un ictus para que pudiéramos ver que el último Vázquez de San Bernardo dominaba los espacios desde la más ... estricta quietud física y mental. Pepe Luis hizo con su vida un experimento de equilibrio sublime para demostrarnos que se puede torear de cuerpo entero con medio esqueleto vacío. Otros necesitan mucha envergadura para guardar sus dones. Él, en cambio, sólo necesitaba una manita. Un pequeño frasquito para guardar sus duendes. Todo lo eterno cabe en la palma de una mano. Por eso la jindama de Pepe Luis era un mito. Él se ponía delante de un toro estando mermado. Sabía encajarlo en su compás, que siempre andaba en los aires de la bulería por soleá. Dejando pasar los pitones con brío. Cuajando el movimiento después en uno de esos pellizcos que no escuecen pero se quedan señalados para siempre en la carne. Pepe Luis tenía la estirpe escondida en la niña de sus ojos. Siglos de torería. Sobrevivir a un árbol genealógico tan gigantesco habría sido imposible para cualquiera. Él, en cambio, se impuso a su propia historia por el camino más complicado que hay, el de la personalidad. Apenas existen tardes gloriosas en sus estadísticas. No sale en los libros de los triunfos numéricos. Pero está tallado con la mano izquierda baja, la barbilla dormida y el cuerpo como el Gran Poder —en diagonal perfecta— en la memoria de todos los que saben decir ole.

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