Sebastián Castella destapona a última hora la enésima juampedrada
Los días entoldados atontan. Sólo a un tonto se le podía olvidar ayer un minuto de silencio en la Maestranza en recuerdo de Paquirri. Y si fuese uno a secas, un tontito aislado, pase. Maestrantes, presidencia, empresa, delegados gubernativos, carajotes diversos y distintas especies de ... callejón y gorra nublarían el cielo si no se hubiera nublado. ¡Ay, si los tontos volasen! Veinticinco años de luto se respetaron en Madrid y Barcelona. En Sevilla, no. Y luego queremos que en las televisiones de vómito rosa no se mancille la imagen de un hombre, un torero, un figurón, que engrandeció la Fiesta en un pueblo de Córdoba con la serenidad de los héroes. ¿Existe mayor pisotón a la memoria de Francisco Rivera que su olvido en el ruedo en el que derramó su sangre, forjó su gloria y paseó su muerte en multitud?
Segundo acto de estulticia: la corrida de Juan Pedro Domecq versión Parladé. Enésima juampedrada de la temporada. Exactamente media docena de juampedradas en Sevilla en dos años. Culto a la idiotez del toro idiota. Y para colmo los idiotas de Juan Pedro estaban contrahechos. No todos pero casi. Qué hechuras, qué alzadas, qué zancudos, qué cuesta arriba. Y no lo eran tanto. Tan idiotas, digo. Descastados, mal construidos y con el peligro sordo del tontimalo. Dos o tres con la guasa de arrollar al menos. Las caras sueltas, distraídas las miradas, incómodos los taponazos.
Tuvo que venir Sebastián Castella desde las Galias y a última hora a destaponar la juampedrada. Como el fontanero de urgencia. Los pases cambiados por la espalda sobre la boca de riego cerraron la misma (boca) de una plaza que se había convertido en un bostezo irregular y sostenido. El toro volvió a arrancarse en la larga distancia, pero se defendía y topaba a medida que Castella le ligaba y acortaba espacios. Y así era siempre menos cuando Le Coq le ayudaba con pasos perdidos como balones de oxígeno. Valor frío, valor sereno, valor insistente y constante para aguantar hasta el final los parones y un arreón repentino que estremeció al mundo entero menos al torero. Los tendidos vibraron entonces con los circulares como en el principio pendular, y se embalaron a por la oreja obviando un bajonazo que no necesitaba el ojo de halcón del tenis. Antepusieron la actitud de ataque de Le Coq, la coda a la espada. Habían devuelto no se sabe muy bien por qué el desrazado segundo. Igual de alto el sobrero y casi igual de manso pero más mirón. Castella se puso cojonero y terco después de una voltereta en la que ya había tragado. Fue dos veces desarmado. Y valiente volvió a estar con un zancudo y mentiroso cuarto que apenas duró. Se había apretado lo indecible en un quite por chicuelinas, como luego en estatuarios. Brillantes pasajes de atragantón, a contracorriente de las embestidas sin ritmo.
Morante dejó pinceladas sabrosas con el grandón que estrenó la torcida tarde. Per- día las manos el juampedro y no terminaba de humillar, aunque se dejaba a izquierdas. Entre las rayas, le dibujó tres o cuatro naturales. Insistió demasiado por el otro peor lado. Otros tres naturales de aroma, un molinete como un soplo, un kikiriquí, una espada frágil... El tercero se desinfló y orientó en el tercer par de banderillas. O con las dos pasadas en falso en las que esperó. Ni un muletazo tuvo. Y ni uno le dio el de La Puebla. Sólo una verónica quedó. El quinto de astifinos pitones fue áspero como un tinto peleón. Y violento. Hacía hilo, y las piernas de Morante tenían más plomo que el corazón. Como la tarde.
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