El Purasangre era ella
Nos despedimos en junio, como en aquella madrugada a los pies de «El Pase de las Flores» de Ruano Llopis, y ya temía que fuera para siempre. De su mano nos metimos en la noche, en el túnel del tiempo. A su vera entonces, y ... ahora desgraciadamente, Ángel Luis Bienvenida; en frente, Peñuca,su último apoderado, y la parroquia sorprendida ante la torería innata dibujada con formas de fémina siempre vestida de corto. El cabello nevado como los recientes tejados de Madrid, la figura juncal y enjuta, la piel tersa ajena al sol, los ojos como tristes lagos azules; el pensamiento rápido, la memoria fluida de una mente preclara, cultivada y divertida; las historias de la niña Concha nos embaucaban -las recuerdo de nuevo y me plagio- y nos sumergían en la vieja Lima, en el México de la muerte polvorienta, en el río caudaloso del toreo vetusto y sus espuelas de plata. La niña Concha que con nueve años quería un purasangre, cuando el purasangre era ella. Sangre aventurera, rebelde, indómita. ¡Una mujer en los ruedos de aquellos tiempos! En España no le permitían descabalgar; en España se lo perdieron. Las fotografías sepia remuerden su machismo. Una verónica en la plaza de El Toreo, un ayudado por alto abelmontado en el campo. «Quien no hace la cruz se lo lleva el diablo». Y mil veces entraba a matar al volapié el carretón. Ser mujer, repetía, sólo ha sido un accidente.
Su acento se tornaba a veces portugués. Pocas. Apenas para nombrar a los grandes «cavaleiros» que la vetaron y admiró. El resto sonaba con eco mexicano. Purito. Hablaba antiguo y cabal. De terrenos, conceptos y poder; del rejoneo en Portugal, de Fortuna, don Diego Mazquiarán, que terminó sus días con la cabeza más allá de la frontera de la cordura. Fortuna, aquel tío que en las calles de los Madriles empedrados de antañazo se liquidó un toro suelto, uno de los tres que escaparon desde los Altos de Extremadura. Un abrigo como capote para sujetarlo. Una espada, por favor. Y un mandoble de los suyos. Una placa inmortalizó el postmortem, como se inmortalizaban los sheriff del lejano Oeste con el forajido baleado y frío. Pues Fortuna traía loco a su colega Zapaterito. Loco de miedo cuando lo soltaban del nido de los locos: quería organizar una corrida para invitarles a todos, ¡a todos los locos! Eso contaba Conchita o algo así, que me he perdido en el vago sueño azul profundo con que envolvía lances y lienzos en sus iris.
En junio, cuando nos despedimos y ya temía que fuera para siempre, seguías persiguiendo proyectos y aferrándote a la vida y buscando a la niña Concha que prefería el diminutivo para su nombre. Pretendías un libro de artículos sin editor escrito con prosa de mentón hundido en el alma; querías la penúltima obra, el broche de «Recuerdos» y «¿Por qué vuelven los toreros?», los toreros que te respetaban como uno de los suyos, y nosotros que te queríamos como uno de los nuestros.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete