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Tomás Pavón, el cantaor más romántico de la historia del flamenco
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El hermano de la Niña de los Peines, para muchos el mejor intérprete de todos los tiempos, cumpliría este 16 de febrero 130 años
Luis Ybarra
Nacer un 16 de febrero de 1893, hace justo 130 años, y estar anclado en el pasado te lleva, a los ojos de hoy, a un atavismo extraordinario. Tomás Pavón cantó en el siglo XX lo del XIX. Y al XXI llega su obra con ... el mismo carácter fugitivo con el que se originó. Se escapó de las modas, pero las combatió todas. Rehuyó de actuar ante los señoritos que por atrás y adelante ponían el parné de la fiesta, por eso se adentró en estrecheces que no nos permiten esclarecer su leyenda. Tomás Pavón es un trazo fuera del mapa más extraño. Para muchos, el mejor cantaor de todos los tiempos. Escapista de la fama. Neorromántico de la Alameda sevillana que admiró a Chopin y que buscó oídos selectos frente a masas enfervorecidas.
Grabó poco: solo veintitrés cantes resistieron hasta hoy. Y lo hizo, según cuentan, a regañadientes. Era hermano de la máxima figura desde la Ópera Flamenca en adelante, la Niña de los Peines. Y por eso, quizá, registró su eco en unas cuantas placas y cilindros de cera. Incitado por su misma sangre, que jalea a un lado: «Vamos a ver, Tomasito…». Pepe Pinto, la estrella del cante y la canción que dio un paso atrás para que su mujer, aquella niña con los peines de canela, lo diera hacia delante, fue uno de los más acérrimos admiradores de Tomás, un joven superpuesto a la emoción.
Contaba Juanito Valderrama, quien convivió con ellos en su misma casa, que no era tan largo como su hermana Pastora. Tantos estilos no dominaba. Entre la barbilla y la lengua, sin embargo, poseía todo un refugio para un puñado de heridos. Una cabaña de letras tristes, madres muertas y corazones compartidos.
En ese romanticismo propio del siglo XIX en el que se movió, el hermetismo ocupa un lugar central. Su arte es tan caro que no vale dinero. El artista quiere expresarse ante quien valora su entrega. Ylas fiestas y colmados donde los cantaores ejercen entonces el oficio no parecen lugares adecuados para una escucha respetuosa. Aquellos eran espacios de albero y copa. De grito, puta y escándalo. Por eso Tomás pasó de puntillas por ese mundo ingrato. Haciendo honor, en este caso, a una frase atribuida a uno de sus ídolos, Manuel Torre, quien inspiró parte del 'Romancero gitano': «En mis hambres mando yo».
Cuando las milongas más sentimentales arrasaron por todo el territorio, con cantaores excesivamente melismáticos y plazas de toros rebosantes de público, él siguió en los cuartos de cabales, cantando en aforos reducidos. Sin ceder un ápice de queja a las tendencias. Escuchó una voz en Triana y a partir de ella creó la debla, una forma de toná. La soleá de Cádiz, el fandango y la seguirilla de Cagancho, su deliciosamente impopular 'Reniego', fueron sus sitios de recreo. También la bulería por soleá, la granaína y la saeta.
El investigador Carlos Martín Ballester publicó en 2019 un audiolibro con título homónimo en el que incluyó dos cantes inéditos de su propia colección, de más de 100.000 originales: un nuevo fandango y otra seguirilla. Al menor de los Pavón lo definen tres atributos: naturalidad, elegancia y una amplia capacidad creativa. Estremece porque conjuga a la perfección su voz en diferentes planos. Proyectándola hacia delante y remangando el sonido inmediatamente después. Sostiene la melodía en el aire, como si de un dedo perpetuando la nota de un piano se tratase. Aguanta la respiración con un sentido emocional, equilibrado. Modulando los tercios como el alfarero que entre la yema y el pecho hace figura del barro. Su dicción es excelsa, otorgando así entidad a la propia lírica. Y su nombre, de esta forma, se arrastra por la historia sin salir de su escondite. Saltando de oído en boca. Encerrado en unos surcos que siguen girando, pero de los que nunca quiso salir.
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