Así ocurre con 'Los santos inocentes', un texto que vio la luz en 1981, que tres años más tarde llevó al cine Mario Camus en una icónica película y que ahora han adaptado Javier Hernández Simón y Fernando Marías (éste último antes de morir) han traducido a la escena. En su adaptación sigue mandando la palabra de Delibes, que cuatro décadas más tarde sigue golpeando las conciencias del lector (en este caso espectador) como un martillo en un yunque: firmes, implacables y machaconamente resonantes.
Delibes cuenta una historia de señoritos y criados, de dominadores y dominados, de seres con alma y seres desalmadas; pero, sobre todo -y en ello incide la función- de personas a quienes separa, más que el dinero y la clase social, la educación: «Lo principal es la escuela… Instruirse...» es la primera frase que escuchamos, de boca de Paco el Bajo.
La educación es el horizonte deseado en esta versión sobria, esencial, dominada por una escenografía que conforman un árbol, una bandada de pájaros y tres puertas: la mayor para que entren los señoritos; la mediana para esa 'clase media' que es a la vez ama y sierva; y la más pequeña para esa familia sumisa: «A mandar, que para eso estamos». Es también una obra dominada por la compasión hacia unos seres resignados a quienes la vida ha reservado un papel lastimoso del que no pueden huir.
La palabra es el tronco de este montaje y Javier Hernández-Simón procura que su dirección no estorbe su comunicación. De ella se encarga el magnífico reparto, dentro del que es difícil no destacar a Luis Bermejo (Azarías), Javier Gutiérrez (Paco el Bajo), Jacobo Dicenta (el señorito Iván) y Pepa Pedroche (Régula), sumergidos en gesto y palabras en los personajes que creó (o copió dela vida) Miguel Delibes.
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