En tres palabras: «Rage», «Mammoth» y «Gigante»

Tres películas saltaron ayer en la sartén de la competición, aunque una de ellas, la británica «Rage», de Sally Potter, más que película era una apuesta cinematográfica, que es, como todo el mundo sabe, algo mucho más importante y trascendental que una simple película de ... cine. Muy en el otro extremo se movía «Gigante», del argentino Adrián Biniez, una sencilla historia de amor a través de unas cámaras de vigilancia. Y entre una y otra, «Mammoth», del sueco Lukas Moodysson, una visión plastificada de la globalización que protagoniza Gael García Bernal. Como ven, cine en una sola palabra.

La apuesta cinematográfica de Potter era todo un órdago: travestir a Jude Law, descolocar a Judi Dench, malgastar a Dianne Wiest, despeinar a Steve Buscemi y sacar en plano medio ante un fondo cambiante de colores agresivos a un montón de actores que van contando cada uno lo suyo. ¿Y qué es lo suyo? Pues, al parecer lo suyo es una perspectiva general del mundo fashion que nos rodea, salpimentada con lo que parecen algunas teorías al respecto desarrolladas por alguien que no se ha leído el papel. Como apuesta cinematográfica ha de ser, sin duda, acertadísima, pues la gente huía de la sala a borbotones, y en cuanto a sus aportaciones al arte y al hallazgo de nuevos caminos del lenguaje fílmico, pues son tan obvias que le ahorramos al lector el engorro de leerlas; pero ahí están para quien las quiera ver, en esa obra de Sally Potter, pariente del célebre aprendiz de brujo.

Y todo lo que le faltaba o le sobraba a «Rage», le sobraba o le faltaba a «Mammoth», que no era ni de lejos una apuesta cinematográfica. Probablemente, Moodysson quiera hablar también del mundo fashion que nos rodea, pero sus personajes, que podrían ser comprensibles, están tan sujetos a un guión tan espeso y gordinflón que a veces dan hasta risa a pesar de los dramas que nos cuentan. El foco está puesto en una familia acomodada, neoyorquina, con una hija pequeña a la que cuida una chica filipina, quien se ha dejado a sus hijos al otro lado del mundo. Sentimientos y abandonos globalizados. Tiene encanto el personaje que interpreta Gael, el esposo y padre, forrado con su propia empresa de juegos en la red, pero al tiempo un «chavalote» incapaz de sentirse a gusto en su propio jet privado. La estética de «cartolina» devora una película que habla de lo hermoso y de lo feo, y de roces y apegos entre padres e hijos que llevan camino de extinguirse como esos mamuts del título.

Y entre que una que no llegaba y otra que se pasaba, «Gigante», en su justo peso, pequeñita pero sólida, con un personaje como un armario de tres cuerpos, vigilante en un centro comercial, y que cae cándidamente rendido ante la imagen en los monitores de una chica de la limpieza. No es que la historia tenga gracia, pero el tipo sí, pues es como un sanbernardo con su tonel de whisky detrás de esa muchacha triste. Preciso en su modo de contarla, de aprovecharse del punto de vista múltiple y variado que tiene el vigilante, Adrián Biniez no intenta siquiera regatear lo previsible de su historia. O sea, que es astutamente consabida.

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