José Luis Gómez: «Yo me sonrojo día a día cuando oigo lo que se dice en el Parlamento»
El actor y director onubense vuelve a escena con el espectáculo «Mio Cid», un monólgo sobre uno de los textos iniciales de la literatura española
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Iniciar sesiónA sus ochenta años, José Luis Gómez confiesa que vive actualmente en esa «zona templada del espíritu» de la que hablaba su admirado Manuel Azaña . Una zona, escribió el político, «en la que no se acomodan la mística ni el fanatismo ... políticos, de donde está excluida toda aspiración a lo absoluto; en esa zona donde la razón y la experiencia incuban la sabiduría». Desde ella, y desde la paz que le han otorgado, dice el actor y director onubense, los años, observa esta sociedad española desorientada y crispada, y busca el consolador refugio de la palabra.
En esta ocasión, ha vuelto la mirada a los orígenes de nuestra lengua : «Mio Cid» es el título del espectáculo que presenta el próximo martes en el Teatro de La Abadía , la que fue su casa durante más de dos décadas, y un espacio en el que dejó una huella tan profunda como resonante. Ya se fijó en este texto inicial de nuestra literatura cuando organizó para la Real Academia Española (RAE), hace seis años, el primer ciclo Cómicos de la Lengua . Habla despacio, buscando las palabras adecuadas, reconociéndolas, meditando cada frase, en respuestas largas y razonadas, y siempre en mezzopiano .
—¿Qué tiene que decirnos en estos momentos, en octubre de 2020, un texto como «El cantar de Mio Cid»?
—Acudí a este texto para hacer una aportación a la Real Academia Española después de mi elección; yo no tengo obra escrita –aunque Emilio Lledó , que fue quien presentó mi candidatura, se refirió a mi trabajo de años con la oralidad–. Al confrontarme al «Mio Cid» me percaté una vez más de que en la vida de los seres humanos la lengua es el umbral por el que hay que pasar; solo a través del lenguaje accedemos al conocimiento, a la comunicación, a la educación y, posteriormente, a la cultura, al cultivo de la persona. Esto es central. Al trabajar sobre el texto me llamó poderosísimamente la atención que esas palabras, muchísimas de ellas nunca oídas –más allá de que me cayeran como piedras y me invadieran por todos lados–, se tornaron la lengua que hablamos, ese instrumento imprescindible por el que pasar para ser humanos. Homero dice muy bien que la evolución empieza cuando el hombre comienza a emitir «aire semántico por el círculo de los dientes», aire con significado. Y luego hay un momento milagroso, que los lingüistas no saben situar, en que el hombre junta dos elementos sonoros: las vocales, que representan su mundo interior, y las consonantes, que son el mundo exterior. Este momento es fundamental para el lenguaje; las consonantes son la carne de las palabras, pero imaginemos un cuerpo sin esqueleto, no se sostendría. A mí me ha abierto esta puerta, claro, el teatro; adentrarme en mi oficio de cabeza y en profundidad. Esas palabras del siglo XI nunca oídas, y que parece que te golpean en ocasiones, se han tornado la lengua que hablamos; y por azar, por un error histórico –el empeño de Colón de viajar a las Indias por el Oeste, y no por el Este–, se han convertido en una de las lenguas vehiculares de la humanidad. Y, volviendo a su pregunta, lo que me parece que resuena en «Mio Cid», en esa lengua, es que están enhebradas todas las lenguas de España: el galaico-portugués, el navarro-aragonés, el catalán, el valenciano, ecos del bable, incluso del vascuence. Cuando yo emito estas palabras y las porto, las hago mías, tengo la sensación de que yo estoy hecho también de esas palabras, que se han tornado las de hoy. Y que esa lengua, a través de las lenguas que había y que hay, es España. Es mi país. Al que volví hace muchos años y que forma parte de mi identidad. Más allá de todo esto, «Mio Cid» tiene algunos aspectos extraordinarios, y son siempre útiles en el vivir, en el buen vivir. Entre las novedades que aporta es que el Cid no repara su honor contra los que lo mancillan, arremetiendo contra sus vidas o apoderándose de sus bienes como era costumbre de la época. No, el Cid se atiene estrictamente a las reglas del derecho. Es un héroe de rasgos humanos profundos. La necesidad de triunfo en las batallas campales, más allá de la épica del honor, obedece no al afán de enriquecimiento personal, sino a la necesidad de obtener ganancias y botín para alimentarse y sostenerse él y a los suyos. Pero lo más distintivo quizás del Cid es que, a pesar de ser tratado injustamente, conserva hasta el final la total lealtad a su Rey. El ejemplo de la lealtad y de atenerse a derecho está vigente en todo tiempo, y nos resulta enormemente útil en estos tiempos que nos toca vivir.
—¿Y qué es lo que le preocupa precisamente en estos tiempos políticos y sociales en España?
—A través de la televisión asisto a algunos momentos en los debates parlamentarios, y me preocupa sobremanera lo que veo. Soy un hombre mayor, tengo ochenta años, sigo en activo; en otro momento de mi vida quizás no me hubiera sentido así. En una sesión de las Cortes, creo que fue tras una intervención de Lerroux, don Manuel Azaña pidió la palabra, se levantó y dijo:«Permítame Su Señoría que me sonroje en su lugar». Y se sentó. No dijo más. Yo me sonrojo día a día cuando oigo lo que se dice en el Parlamento. Primero, los epítetos, inadecuados, no pueden expresar lo que dicen porque no corresponde. En España no ha habido un golpe de Estado ni nadie lo está queriendo dar, ni por una parte ni por la otra. Hay un debate parlamentario amargo, carente de formas, que tiene una imagen muy negativa para la clase política, que es muy necesaria. Yo, por edad y por educación, estoy vacunado ya contra eso, porque, como Azaña, he querido habitar «la zona templada del espíritu», y la habito. Pero esos calificativos, el sostén de suposiciones que no son más que tales y que lanzan sospechas tremendas sobre otros, inducen al ciudadano a pensar... El ciudadano se siente reflejado. Los políticos son líderes, de algún modo figuras ejemplares, y el ciudadano piensa que si los políticos se permiten eso por qué no se lo va a permitir él. Me refiero al uso del lenguaje; si en las Cortes se dicen esas cosas, ¿por qué no se lo voy a decir yo a mi mujer? O si tal o cual político, o tal o cual partido, se ha aprovechado de las circunstancias para su provecho propio, ¿por qué no lo voy a hacer yo? El ejemplo es espantoso y es un veneno social. Y sigo metido en esa «zona templada del espíritu». Un veneno que hay que evitar. Y me preocupa muy personalmente la emergencia de un patriotismo no constitucional, un patriotismo que se arroga hacer en público el saludo nazi, que ha provocado millones de muertos. Si uno hace ese saludo en Alemania, en Francia o en Italia, es encarcelado. A mí «El Mio Cid» me da un sentido de pertenencia a mi tierra a través de la lengua y de esa historia. Tal como yo lo siento, la figura del Cid y su proceder, su comportamiento, me fortalece y me identifica con algunas de las mejores cosas que yo creo que están en nuestro país: lealtad, generosidad, aguante, bravura... No quiere decir que estas virtudes sean exclusivas nuestras. Las nacionalidades son solo afecciones, manifestaciones sociales de lo humano, y lo humano tiene una riqueza infinita en España y fuera de ella.
—Usted volvió a España de Alemania, donde se estuvo formando y trabajando, en un momento de reconciliación, que parece ahora que se está tirando por los suelos. ¿No es siempre mejor unir que desunir?
—Sin duda. Desde la «zona templada» del espíritu uno puede aproximarse, en la mayor diferencia, al otro que opina diferente, y puede haber un lugar de encuentro, de entendimiento. El conjunto de virtudes loables en «El Mio Cid» y lo que significa la lengua es lo que yo he querido poner en realce con este espectáculo, que busca la belleza desde la mayor austeridad posible –porque así es el material, la lengua suena a hierro, a cuero, a cuerda, a sudor, a casco de caballo...–. He recibido mucho de ese material, y extraordinario. Es un juglar del que no se sabe su nombre; los estudiosos se debaten entre si fue un juglar altamente ilustrado o un analfabeto total. Fuere como fuere, hace un despliegue de recursos, de facultades y de talento inmenso. Es un autor extraordinario.
—Se ha referido antes a Cristóbal Colón. ¿Qué le parece ver cómo a personajes como él, también al Cid, se les juzga, se les acusa y se les cuestiona siglos después?
—Uno puede pensar a primera vista que Colón fue, como conquistador, racista. Pero es que el concepto de racismo no existía en aquel tiempo. Hoy le hemos puesto nombre a un hecho humano: el desprecio de unos hombres por otros en función de su color, de su raza o de su sexo. Pero entonces no tenía ese nombre. Cuando se acusa a Colón de racismo se está incurriendo en falta de cultura, en ignorancia. Si hablamos de El Cid, él era un infanzón, y como tal se ganaba la vida en la frontera, porque no tenía bienes, y alquilaba su brazo; se sabe que a todos los musulmanes españoles les respetaba la vida y a los invasores les cortaba la cabeza. Yo lo puedo entender, pese a que me parece horroroso, pero si yo hubiese vivido en el siglo XI y hubiese vivido como lo hacía El Cid posiblemente hubiera hecho exactamente lo mismo. Es muy torpe emitir juicios tan a la ligera... Pero nos vamos dando cuenta de ello cuando nos vamos haciendo mayores, que supone envejecer pero puede ser una bendición también. Hay muchas merma, sobre todo física, funciones que se van debilitando, pero, al mismo tiempo, se puede ir alcanzando una paz que antes nos era totalmente desconocida. A mí me ocurre.
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