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TEATRO

Un combate de palabras

Barbara Lennie e Irene Escolar, en «Hermanas» Vanessa Rabade

Diego Doncel

Irene Escolar atraviesa el patio de butacas, sube hasta el borde del escenario, el proscenio, con su maleta de viaje y le pide a su hermana una oportunidad para hablar. Su hermana ( Bárbara Lennie), con no poca tensión, no solo se niega e intenta zafarse de ella, sino echa la suficiente gasolina sobre las tablas como para que se produzca el incendio. Un incendio de palabras, de gestos, de respiraciones, de sollozos, de reproches infinitos entre estas dos hermanas que no se ajustan las cuentas sino la vida. Hay demasiado odio entre ellas como para dejar que la otra salga indemne. Como en todas las diversas formas de enfrentamientos o fratricidios que atraviesan la historia, el odio es el punto cero, el punto desde el que no se puede volver. Un odio que se construyó en los cimientos de la infancia, en los muros de un padre severo y una madre podrida por la angustia, en el tejado de los fracasos matrimoniales o de pareja, laborales, biográficos. El odio como la única biografía reconocible, palpable.

Por eso estas dos hermanas, estas dos Furias, buscan el rostro y la máscara de la otra para desgarrárselos, para mostrar sus fatales equivocaciones y su falsedad. Pero a una máscara le sustituye otra y otra en una deriva infinita.

Después de «La clausura del amor», Pascal Rambert, con enorme éxito en Francia, vuelve a crear un texto sin respiro, un texto esencialmente dramático porque todo se resuelve en el habla y en la gestualidad. En efecto, es un combate por tener el poder del lenguaje, por dominarlo y cargarlo de sentido frente al otro. Por ello, la exigencia interpretativa de Irene Escolar y Bárbara Lennie roza gozosa y magistralmente lo admisible. Se vacían en las palabras, se vacían en los movimientos y se vacían en una violencia que no solo requiere cuerdas vocales sino nervios y mente al borde del abismo. Irene, periodista de cosas menores, y Bárbara, defensora de las víctimas del sistema, se reúnen momentos antes de una conferencia de esta última, en una escenografía vacía, solo ocupada por sillas multicolores. Pero la conferencia que, en realidad, va a tener lugar, no es otra que la de estas vidas heridas, que la de esta forma desarraigada de necesidad y de amor.

Rambert es tan inteligente que no plantea una obra catártica. Nadie se redime aquí, nadie escapa de seguir viviendo un conflicto sin fin. Todo se ha despojado, se ha vuelto desnudo para contemplar claramente la carne fresca de esta familia puesta en el expositor del Kamikaze. Es repetitiva y en cierto modo tremendista porque la poética de Rambert así lo exige, pero es tan potente como el mentón de Irene Escolar temblando mientras mira al público para mostrar su enorme fragilidad.

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