Shanghái-Pekín-Shanghái
PASAJES DEL XXI
Cuaderno de viaje del trayecto de Lorenzo Silva en la línea de tren que conecta las dos grandes ciudades de China
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Iniciar sesiónEl índice histórico del ferrocarril consiste en que representa el primer medio de transporte que forma masas
Walter BENJAMIN, Libro de los Pasajes
Hongqiao es algo más que una estación de tren. Situada en el límite urbano occidental de Shanghái, junto al aeropuerto del ... mismo nombre, opera como un gigantesco intercambiador de transporte que conecta la ciudad con la red de alta velocidad y con multitud de vuelos domésticos. La línea 2 del metro la une con lugares céntricos de Shanghái como el templo Jing'an o la Plaza del Pueblo, pero por cortesía de sus anfitriones el viajero se desplaza hasta allí en taxi.
Cuando el conductor lo deja en la zona de descarga de pasajeros, toma conciencia de la enormidad de la infraestructura por la riada de personas que a cientos se agolpan ante las varias puertas que permiten acceder a la estación.
Viajar en tren desde Shanghái hasta Pekín, para quien viene por primera vez a China, es una buena manera de tomarle el pulso al gigante asiático -valga la manida expresión- después de la pandemia. Apenas hay extranjeros, porque si bien en este verano de 2023 las fronteras se han abierto y ya no están en vigor las draconianas medidas sanitarias, la exigencia de visado aún es un escollo lo bastante disuasorio.
En medio de la multitud uniforme de autóctonos, pasamos los controles de seguridad, que son ágiles y eficientes. Aquí nadie lleva billete, ni hay revisor o controladores que los pidan. Todo se procesa a través de unas máquinas que identifican a los viajeros y comprueban que tienen reserva. A los forasteros se les pone algo más difícil: hay que pasar el pasaporte, donde va el visado con fotografía, por un escáner que no siempre lo lee a la primera, por lo que hay agentes para verificarlo.
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La primera impresión que le transmite a uno la estación, ya dentro, es de gigantismo. Una mastodóntica nave rectangular y diáfana, con el techo a muchos metros de altura, a cuyos lados se sitúan, sin obstáculos, los amplios accesos a los andenes. Cientos o miles de asientos en el centro para las esperas, y descomunales paneles LED con los anuncios de destinos y vías. Todo resulta desproporcionado y a la vez se ve despejado e impoluto. La gente aguarda en los asientos o se mueve rápido, como es norma entre los chinos. Al occidental habituado a guardar turno le sorprende la ligereza de los locales, que se le cuelan una y otra vez.
Desmontando prejuicios
Viene uno a China con el prejuicio de acudir a un país que vive sometido a estricta disciplina, pero en seguida lo saca de esa idea preconcebida el primer contacto con las calles de Shanghái, por las que los silenciosos y peligrosísimos ciclomotores eléctricos circulan de forma anárquica, tripulados por gente que no duda en hablar por el móvil mientras conduce ni en colarse por las aceras para atajar.
En la China que le sale al paso conviven el control, que alcanza a cualquier compra que hacen sus habitantes -los pagos se efectúan de manera universal a través del móvil-, con una laxitud en la observancia de las normas que resulta aún más sorprendente cuando a uno le confirman que lo que hacen esos motoristas no sólo está prohibido, sino que la ciudad está llena de cámaras que registran las infracciones. Hay en Shanghái un dicho que resulta elocuente: «China es grande y Pekín está lejos«.
Tan lejos como 1.100 kilómetros, que el tren cubre en tan sólo cuatro horas y veintiocho minutos, con varias paradas en el recorrido. Compara uno con la alta velocidad de su país, que sólo invierte una hora menos en trayectos que no alcanzan la mitad de esa distancia, y humilla la diferencia. Hace ya tiempo que China dejó de ser una imitadora rezagada y 'low cost' de los artefactos occidentales y avanza en vanguardia en campos tan cruciales como este, del que depende la vertebración de su territorio.
Antes de subirse al tren, tiene tiempo el viajero de tomar un café y para facilitarse el empeño -no habla chino- se acerca a una franquicia internacional, el Starbucks de la planta alta, a la que se sube por una larga escalera mecánica y que ofrece sobre la estación una vista apabullante. Ingenua tentativa: la mujer que lo atiende sólo habla chino, y si el viajero puede tomar su café es gracias a la buena samaritana que le traduce al y del inglés. Es una chica de treinta años o poco menos, con aire de ejecutiva, que se ofrece en seguida a ayudarlo. En esa barrera de edad, grosso modo, se sitúa la esperanza de encontrar a alguien que hable algo más que chino. Por encima, la cosa se complica bastante.
Con antelación sobre la hora de salida, el viajero busca la puerta por la que ha de acceder al andén. Hay más de una, y es necesario comprobar el vagón para saber cuál le toca. Esa es la primera señal de lo que verá luego, cuando se abra el acceso y cientos de personas lo atraviesen en cuestión de minutos, como un ejército perfectamente sincronizado. El tren, más ancho que los europeos -la cabina es de cinco asientos- y larguísimo, tiene capacidad para mover, lleno como va, a una cantidad ingente de pasajeros, que lo abordan y se acomodan en tiempo récord.
El viaje, que va atravesando un paisaje en su mayor parte verde y llano, sólo a ratos interrumpido por montañas no muy elevadas y por las ciudades que se van sucediendo en el trayecto, se desarrolla con rigurosa exactitud. A las estaciones intermedias se llega a la hora estipulada y a cada momento circulan por el pasillo carritos de comida a cuyos portadores puede solicitárseles algo más que snacks y bebidas. El viajero ve que sus vecinos piden almuerzos sustanciosos. Cuando llega la hora en que el hambre aprieta -de nuevo gracias a la joven que viaja a su lado, porque la mujer del carrito no habla inglés- se procura el suyo.
La estación de Pekín Sur, su destino, no es tan grande como la de Shanghái, pero la marea de pasajeros a la que se une y por la que se deja arrastrar para alcanzar la salida lo sobrepasa de nuevo. Al llegar a los controles, se encuentra con que no leen su pasaporte y con que no hay nadie atendiendo las incidencias. No importa. En ese momento lo identifica -no es muy difícil, es el único no oriental- la persona que sus anfitriones en Pekín han enviado a recogerle a la estación: una joven resolutiva que le invita a salir por un lateral sin pasar control. De nuevo ese desparpajo con el que uno no contaba de antemano, y que sirve a los chinos para sortear con pragmatismo los obstáculos del día a día.
Días después, toca volver a la estación de Pekín Sur para regresar a Shanghái, aún frescas en la retina las impresiones de la estancia en la capital de «todo bajo el cielo», como llamaban los antiguos chinos a su imperio. Mientras espera, conversa el viajero con el conductor que lo ha traído, que habla buen inglés y ha tenido la amabilidad de quedarse hasta ver que toma el tren sin contratiempos. Es un treintañero inteligente e irónico, que entre otras cosas le comenta que el sueño de cualquier chino es una esposa japonesa, por la fama que tienen de sumisas, y que el reto es convencer a las chinas, mucho más independientes.
Resolutivos
Cuando el viajero le pondera lo bien que funciona el tren, el conductor le dice que al principio no era así, e incluso hubo algún accidente grave. Eso, dice, llevó a estudiar a fondo los problemas, afrontarlos metódicamente y resolverlos.
PIONEROS EN TECNOLOGÍA
Lo que es China hoy: soluciones concretas para problemas concretos
Saca uno la impresión de que, al margen de otras cosas que están en la mente de todos, esa secuencia dice mucho de lo que es la China de hoy: soluciones concretas para problemas concretos, perseguidas y obtenidas con férrea determinación. De ahí vienen buena parte de sus avances, que han convertido a los chinos en pioneros en tecnologías como el 5G o en los mayores fabricantes de coches eléctricos. Vista en directo, su potencia impresiona y sobrecoge. Y le lleva a uno a preguntarse quién va a disputarles, así, el liderazgo mundial.
En el trayecto de vuelta a Shanghái repara el viajero en que su compañero de asiento no deja de toser y en que no pocos de los ocupantes del vagón llevan mascarilla. Duda si ponerse una de las que lleva en la mochila, pero al final no lo hace. Unos días después, ya en España, recordará el momento cuando dé positivo. Aparte de las impresiones del viaje, se ha traído un coronavirus con denominación de origen. Para que no le falte de nada.
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