Pedro Zaragoza, el hombre que inventó Benidorm
Se han cumplido cien años del nacimiento del exalcalde que, en 1953, emprendió un viaje en Vespa para que Franco le permitiera construir la ciudad vertical que había visto en sus sueños
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CARLOS MARZAL
El 17 de mayo de 1953, a las seis y media de la mañana (aunque algunas fuentes aventuran que sucedió a las ocho), Pedro Zaragoza Orts, alcalde de Benidorm desde 1950, arrancó con una enérgica patada de mulo su Vespa 125 de color naranja, ... y emprendió viaje hacia Madrid, porque había decidido pedir audiencia en el palacio de El Pardo con el Generalísimo, Francisco Franco Bahamonde.
Para la ocasión, había decidido vestirse con su uniforme de jefe local de la Falange Española de las JONS, porque el chaquetón azul y la corbata negra, además de ungirlo de autoridad, representaban la mejor indumentaria para viajar en moto por los caminos de aquella España menesterosa.
Según parece, en una entrevista protocolaria de unos años atrás, Franco le había dicho de pasada que, si alguna vez tenía problemas con las autoridades provinciales, se lo hiciera saber, y Pedro Zaragoza, que creía en la importancia de las palabras y los gestos, se tomó al pie de la letra aquel ofrecimiento de ayuda del dictador.
Después de conducir durante ocho horas contra el viento, llego a Madrid, aparcó la Vespa fuera de El Pardo, y llamó a la puerta del palacio como quien visita por sorpresa a una parte lejana de la familia a la que no veía desde hacía tiempo. En el trayecto sólo había hecho una parada, para restaurar el cuerpo y el espíritu con un plato de tortilla de patatas y ajos tiernos, unos zarajos con pimientos verdes a la brasa, dos tercios de Casimiro Mahou García y un carajillo de Soberano, porque los largos viajes en Vespa tienen un desgaste físico y moral sólo comparable al de las más hondas penas de amor.
El piscolabis del alcalde había tenido lugar en el Mesón-Fonda Las Delicias, de Castillejo de Iniesta, en la mítica carretera Nacional III. La mayor parte de sus conocidos, cuando viajaban a Madrid, solían detenerse en los restaurantes de camioneros de Motilla del Palancar, pero Pedro Zaragoza sentía una poderosa atracción sentimental hacia aquella venta de carretera en la Manchuela conquense, cuyo fundamento secreto se explicaba por el anuncio de las bombillas Philips que había en la fachada, y que representaba una metáfora de sus iluminaciones; es decir, de sus ideas arrebatadas acerca de la ciudad de Benidorm.
La importancia del biquini
Las consecuencias de una de aquellas iluminaciones habían sido la razón de su viaje imprevisto para pedir el socorro de Francisco Franco. En sus sueños por convertir Benidorm en el lugar sagrado del turismo popular europeo, Zaragoza había llegado a la conclusión de que debía permitirse el uso del biquini en las playas de la ciudad, porque así les gustaba tomar el sol a las suecas que venían a España por aquellos años, en busca del bronceado torrefacto, de cualquier guiso bautizado con el nombre de paella, y del encanto carpetovetónico de los camareros nativos, hombres de pelo en pecho y bigote frondoso.
No contento con la aprobación del uso del biquini, el alcalde logró sacar adelante una ordenanza municipal que castigaba con sanciones a los celtíberos que se agolpaban en las arenas de Benidorm para insultar y apedrear a las descarriadas turistas venidas del Norte.
Sin embargo, el arzobispo de Valencia, Marcelino Olaechea Loizaga –un salesiano que había sido también arzobispo de Pamplona durante la Guerra Civil, y que a pesar de sus comienzos titubeantes acabó por bendecir el Régimen– no estaba para ninguna iluminación que no estuviera previamente sancionada en las páginas de los Padres de la Iglesia, por lo que después de rastrear en sus textos fundacionales dedujo que no existían prescripciones permisivas en la patrística acerca del biquini. De modo que amenazó a Pedro Zaragoza con la excomunión, un anatema que por aquellos años le hubiera supuesto la pérdida de derechos civiles y de la patria potestad de su hija primogénita.
Después de pedir en vano la intercesión del Ministro de Gobernación, Blas Pérez González, y habiendo sido denunciado también ante la Guardia Civil de Alicante, el alcalde decidió jugar la carta secreta de Francisco Franco.
Pedro Zaragoza Orts tenía el don innato de la simpatía sin artificios, y una verba melodiosa –a mitad de camino entre el hechicero y el tratante de camellos– con la que ablandaba los corazones empedernidos, y convencía a las inteligencias más reacias hacia sus proyectos. En su juventud había tenido varios trabajos que lo marcaron de por vida y que habían significado su universidad para el mundo. Había sido mozo maletero en la estación de Las Delicias, en Madrid, y poco después viajante de comercio por los pueblos de España.
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De aquellos dos empleos extrajo el conocimiento más hondo del género humano, y a la vez aprendió a hablar a todo tipo de gentes: desde el campesino analfabeto al General de la Legión, desde el obrero metalúrgico al catedrático de Anatomía. Además, había sido barrenero en las minas de fosfato de Zarza la Mayor, en la provincia de Cáceres, en cuyos abismos y oscuridades había adquirido la veneración casi animista hacia el dios Sol y la diosa Luz, principales productos manufacturados del Mediterráneo.
El Generalísimo Franco no sólo recibió en audiencia a Pedro Zaragoza Orts, sino que se dejó convencer por su argumentario tan pragmático como sentimental. El turismo no sólo sería una fuente inmejorable de divisas, sino el gran propagandista en el extranjero para cantar las bondades del Régimen. Tras veinte minutos de conversación, el Caudillo levantó la mano, dijo «no se hable más» y descolgó el teléfono negro de baquelita que empleaba para las órdenes inapelables.
Según contó Pedro Zaragoza en muchas ocasiones, Franco hizo dos llamadas muy breves, con las que puso firmes a sus interlocutores: a Agustín Muñoz Grandes, ministro del Ejército en aquellos años, y al arzobispo Olaechea. Cuando refería aquella anécdota años después, el alcalde de Benidorm siempre hacía hincapié en cómo se oían a través del teléfono los taconazos del Ministro y del arzobispo mientras se cuadraban ante el Caudillo en la distancia.
Iluminaciones secretas
Después de aquella entrevista, Pedro Zaragoza Orts regresó a su pueblo y se sacó de la chistera de prestidigitador, en 1954, con astucias de pícaro, el primer plan General de Ordenación Urbana mediante el que liberaba más de la mitad del término municipal como suelo edificable, y aumentaba el volumen construido en altura.
Pidió a los constructores que levantasen los primeras torres y los primeros rascacielos de la época, para albergar a la mayor cantidad posible de visitantes, porque Zaragoza entendió que el gran invento de aquellos años no sólo era la ciudad vertical que había visto en sus iluminaciones, sino el descubrimiento de la clase media como motor turístico del universo.
La horizontalidad, con su desperdicio de terreno urbanizable, es para los ricos, para la clase alta: para las villas, para los grandes chalets. La verticalidad, con su concepto de ahorro espacial, con su propósito de alojar en apartamentos y habitaciones de hotel a la mayor cantidad posible de personas en el menor espacio de suelo construido, resulta un axioma ideado para la clase media, aquella clase media de los años 60, 70 y 80 del siglo XX, con cuyo trabajo podía no sólo sobrevivir, sino mandar a sus hijos a la universidad y permitirse la compra de un apartamento, pongamos por caso, en Benidorm. Esa clase media que hoy se ha empobrecido hasta casi desaparecer, hasta ser el recuerdo de lo que una vez fue muchos años atrás.
Lo que vino más tarde pertenece a la historia. Fueron invenciones de Pedro Zaragoza Orts, llevadas a la realidad desde sus iluminaciones secretas. El skyline playero más famoso de Europa. El Festival de la Canción en el que Julio Iglesias cantaba 'La vida sigue igual', con cuya filosofía tristona sobre el transcurrir del tiempo hacía llorar a mujeres y hombres de toda especie. Aquel Festival Español de la Canción, que se celebraba en la plaza de toros y en donde Raphael, con su célebre 'Llevan', empezaba a asombrar al mundo con el histrionismo de sus amaneramientos inconfundibles.
Desde entonces, Benidorm, que algunos denominan Beniyork, se ha convertido en el mundo en el emblema del turismo sostenible, y se estudia con la boca abierta en todas las universidades como ejemplo de urbanismo racional. Y todo ello gracias a un hombre, Pedro Zaragoza Orts, que en 1953 emprendió un viaje en su Vespa 125 para solicitar audiencia con el Generalísimo, y así poder construir la ciudad vertical que había visto en sus iluminaciones.
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