Mi oído defectuoso me salvó de morir en Kramatorsk
Prepublicación de Héctor Abad Faciolince
En 2023, un misil ruso mató a la escritora Victoria Amélina en Kiev. Héctor Abad Faciolince se salvó de milagro. Lo cuenta en 'Ahora y en la hora'. Avanzamos una prepublicación del libro
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Preferiría callarme lo que sigue, que parece mentira, pero debo contarlo porque es verdad. En ese restaurante, en esa Ria Pizza, en ese sitio lleno de civiles y militares al que llegamos a las siete y cuarto, con cierto afán porque a las ocho suspendían ... el servicio y a las nueve empezaba el toque de queda, en esa mesa rectangular que nos asignaron (por fortuna para cuatro de nosotros) en la terraza, yo ocupaba un lugar en el sillón blanco que se apoyaba contra la ventana de la parte interior del restaurante. Me senté al lado izquierdo de Sergio, que se había ubicado en la cabecera de la mesa.
Como él a veces habla sin vocalizar, y parece que murmurara sentencias en sánscrito, y como mi oído derecho es defectuoso, medio sordo, decidí cambiarme de lugar y me pasé para la silla situada al otro lado de la mesa, y al lado derecho de Sergio, para poder oírlo con mi oído bueno, el izquierdo. Victoria, entonces, ocupó mi sitio en el sofá, al lado izquierdo de Sergio, y frente a mí. Catalina se pasó al puesto que ocupaba Victoria y Dima se movió al lugar donde estaba Catalina. Todos, menos Sergio, nos movimos un puesto.
Uno nunca piensa que ocupar o cambiar de puesto en la mesa tenga ninguna importancia más allá de la etiqueta o la comodidad. Tampoco piensa que el destino dependa del hecho de ir a mear y a lavarse las manos un minuto antes o un minuto después. Yo, en efecto, tras cambiar de puesto, fui al baño. Cuando volví vi que un camarero se acercaba también con algunas bebidas. Como en Kramatorsk, por la guerra, rige la ley seca, Victoria había pedido una cerveza sin alcohol y Catalina una botella de agua con gas. Por haber ido al baño yo no había tenido tiempo de pedir nada y, mientras tanto, Sergio había tomado una decisión por su cuenta: íbamos a pasarnos por el bozo la ley seca.
Uno nunca piensa que ocupar o cambiar de puesto en la mesa tenga ninguna importancia más allá de la etiqueta o la comodidad
Casi no había acabado de decirlo cuando se levantó, entró al restaurante, y menos de un minuto después volvió con un vaso de hielo en cada mano, simplemente dos vasos con hielo, y detrás de los vasos, la sonrisa de alguien que hará una picardía. Era nuestra última noche en el Donetsk, nuestra última noche con Catalina, Dima y Victoria, que se quedaban en Ucrania. Debíamos brindar, íbamos a burlar la ley seca y a decir «¡salud!» para reivindicar la vida y agradecer la compañía de nuestros tres amigos. Jaramillo tenía escondida en la mochila una botella de whisky que yo le había llevado de regalo desde Grecia. Recuerdo el tipo, Macallan, doce años, que me encanta, pero que ese día no alcancé a probar.
Para no delatarnos, Sergio se agachó a llenar mi vaso en el suelo debajo de la mesa. Sacó un brazo para entregarme la mitad del delito, y siguió agachado sirviéndose el suyo agazapado bajo la mesa. Yo, al ver en mi mano el vaso con ese líquido color ámbar, y al volver a sentarme (me había quedado de pie para que mi cuerpo sirviera de pantalla a la infracción que Sergio estaba cometiendo), dije mirando a Victoria, preocupado: 'It's too obvious, they will discover us'. Sergio seguía agachado, lidiando con su trago. Catalina miraba con su calma habitual, con su mansa mirada de misionera y su sereno aplomo de periodista de guerra. Dima ya estaba comiendo con voracidad porque casi no habíamos almorzado; nosotros no habíamos resuelto qué queríamos comer y él, que tenía mucha hambre, había pedido con impaciencia cualquier cosa que estuviera lista. Era sushi, en su caso. Victoria me miró con esa sonrisa suya, entre profunda y triste, siempre con un apunte irónico asomado en sus labios: 'Don't worry, it looks like apple juice'. Le sonreí yo también y levanté mi vaso para brindar con ella.
Mi oído defectuoso me salvó de morir en Kramatorsk. Hay otra forma de verlo: mis ganas de oír me salvaron de morir en Ucrania
Fue en ese momento cuando algo estalló encima de nuestras cabezas, o quizá debajo de nuestro cuerpo, o más bien encima, debajo, a los lados, rodeándonos como si fuera una ola del mar. Yo sentí como si el infierno estuviera brotando desde el fondo de la tierra, porque en realidad a mí me pareció que el estruendo venía de adentro, no de afuera. No puedo asegurar si me tiré o me caí al suelo; todo pareció deshacerse por un instante, la vida y el miedo, el tiempo, los sonidos, el lugar donde estaba. Sé que casi enseguida me levanté aturdido, sin siquiera entender si estaba vivo o no (mi último pensamiento, al caer, había sido «nos mataron»). Me toqué el cuerpo porque estaba lleno de una sustancia negra, viscosa, y supuse que estaba herido, aunque no sentía ningún dolor. Esas manchas oscuras, que podían ser sangre, pólvora, tierra negra de Ucrania, me salpicaban la cara y el torso.
Un tiempo más tarde pude estar seguro de que prácticamente no tenía ni un rasguño, que me había levantado incólume del suelo, ileso y vivo, asombrosamente vivo, aunque ya nunca más volveré a ser el mismo.
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Mi oído defectuoso me salvó de morir en Kramatorsk. Hay otra forma de verlo: mis ganas de oír me salvaron de morir en Ucrania.
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Hay personas capaces de ver lo invisible, y Cata y Dima dicen que con sus ojos vieron, como si más que vista fuera un presentimiento, ella una sombra apenas, y él exactamente el rayo y el silbido que como una lanza se acercaba con sus seiscientos kilos de explosivo, décimas de segundo antes del golpe y un segundo antes del estruendo, y él tuvo tiempo, Cata me lo confirmó, de protegerla y con su brazo obligarla a mantenerse inclinada hacia el suelo, para que nada de lo alto la tocara, un gesto de defensa que le habría hecho también a Victoria si hubiera estado a su lado, y ese gesto de Dima, tal vez, le habría salvado también a ella la vida, a ambas, no solo a Cata, a ambas la vida entera y todo su futuro, pero Dima no estaba en medio de las dos sino a un lado, a la izquierda de Cata, y demasiado lejos de Victoria, fuera del alcance de su brazo, para también obligarla a vivir para contarlo.
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