Una noche en... un pesquero: «Ya nadie quiere trabajar en el mar, la juventud prefiere estudiar»
ABC del verano
Nos subimos a bordo del Lucía del Carmen para una jornada de pesca que empieza a las cinco de la mañana
Capítulo 1: Una noche en... el lujo del Four Seasons
Capítulo 2: Una noche en... Fabrik, el templo del tecno
O Grove (Pontevedra)
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónA las cinco menos diez de la mañana, en el puerto de O Grove (Pontevedra) solo se escucha el graznido de las gaviotas y el motor de una furgoneta que ya se apaga. Las luces de las farolas titilan en el mar, que a estas ... horas lo esconde todo, hasta sus historias. Antonio Oubiña se baja del vehículo con la gorra puesta y el polar abrochado hasta el cuello: es julio, pero la noche tiene sus leyes, y más allá de la costa aún es invierno. El hombre saluda y no tarda en decir: «Hoy va a estar el día tranquilo». Lo repetirá varias veces en las más de cinco horas que durará la jornada de pesca, orgulloso de haber acertado en su predicción. Se sube al barco y empieza a organizarse. Enciende los monitores del Simrad (el sistema de navegación), sintoniza Kyoto FM en la radio y se pone los pantalones y las botas de agua. Luego llega Julio, su compañero de faena, también con una gorra que casi le oculta el rostro. «Hoy es un buen día para estar en el mar». Pero aún es de noche.
El barco es pequeño, suficiente. Una lona blanca cobija la mayor parte de la cubierta, que está dividida por listones de madera para organizar las redes, los aparejos. Hay más sitio para la pesca que para los hombres, y esto explica muchas cosas que no hace falta verbalizar. El barco lleva dos nombres de mujer para espantar la mala suerte: Lucía del Carmen. «Así se llama mi hija», confiesa luego Antonio, sonrisa mediante. Al abandonar el puerto se enciende el primer cigarro del viernes, que no será el último, e informa de que faltan unos cuarenta minutos para llegar al destino. ¿Y qué vamos a coger? «Lo que traiga el mar». Primera lección de la noche: aquí no mandamos nosotros. La segunda es que hay que ganarse las frases.
El camino hasta la primera red transcurre entre el silencio humano y el ruido del motor. Julio no duerme, aunque tampoco habla, y Antonio desayuna, si es que un sándwich antes de las seis de la mañana puede ser un desayuno: tendrá que serlo. La norma de estos meses dicta que hay que trabajar fuera de la ría. El mar se encarga de avisar de que estás en el océano con un zarandeo que no es violento porque es un buen día, pero es un zarandeo. Es lo que toca hasta noviembre, en la época del centollo, cuando volverán dentro. A lo lejos, el pueblo es un puñado de lucecitas más pequeñas que este barco y los barcos vecinos, que son luces que se mueven ahí al lado. «Te mareas menos con el estómago lleno -avisa Antonio-... Aquí se trabaja mejor por la noche, hay más gente, mucha camaradería. Te pasa algo y...», y deja colgando los puntos suspensivos. «Además, el marisco malla en las redes por la noche». Hay que acercarse para escucharlo bien.
Al rato reduce la marcha y suelta: «¡Veeeeña!». Julio se despereza en dos segundos y al tercero agarra el bichero y atrapa la boya. Antonio monta la red en el rotor y lo activa: él coge la pesca y Julio limpia y recoge la red. Los dos se mueven con una destreza de muchos días, es decir, de muchas noches (solo libran los sábados), y llega un punto en el que parece que interpretan una suerte de coreografía. La radio sigue sonando, y en un momento se escucha un «bos días» cargado con la ironía de las seis de la mañana, fina como el filo de la navaja que corta la red. «Se trabaja mejor con música, la música es el alimento del alma», suelta Julio. Mientras libera los peces Antonio los identifica, y hay tantos nombres que más bien parece que los está bautizando: faneca, maraghota, sargo, corbelo, pinto, petaraña, patarroxa. Este último es una especie de tiburón pequeño muy difícil de limpiar, así que lo suelta porque es viernes y en la lonja no lo quieren. También suelta una raya, por pequeña, y un centollo, porque está blando. Se queda las nécoras («me encantan») y los bogavantes («ojalá más»), que salva de la red con cuidado. «Si le rompes una pata se te pueden desangrar».
Tardan casi una hora en recoger la primera red de las cuatro que han extendido en diferentes puntos. Cada una mide un kilómetro (son veinte aparatos de cincuenta metros). Es un tamaño terrible cuando viene cargada de algas y no de mercancía. «Cuantas más algas, peor», resume Antonio, ya con la segunda entre las manos y el sol rojizo en el cielo. Esta vez no ha habido suerte. Son las siete y media de la mañana, quién lo diría. «Esta red es un miño, y solo atrapa peces cuando se mueven. Si no se mueven no hay pesca». Y mete la mano en el agua: «El mar está caliente, yo creo que por eso se están muriendo las navajas».
Hace más de diez años que Antonio viene al mar. Empezó con su padre y ahora tiene su barco. Antes trabajó en el restaurante familiar (Mesón del Mar), y antes estudiaba COU. Lo dejó cuando su madre enfermó. «Me hubiese gustado ser ingeniero genético, pero había que ayudar en casa. Y la cocina me encanta, aunque el mar es mejor. Esto es la libertad», cuenta, agarrando el timón. Se ha roto el frío de la noche, tal vez por la cerveza. «Pero ya nadie quiere esto, nadie quiere trabajar en el mar, si no fuera por los de fuera... La juventud prefiere estudiar». Esto lo comenta entre el lamento y la aceptación, una distancia propia de marineros, que conocen el verdadero significado de la inevitabilidad.
Quedan en la red (es la tercera) restos de peces difíciles de identificar, víctimas del hambre de los centollos o de las pulgas marinas o quién sabe de qué otro depredador. A cada uno le sigue una frase ingeniosa: «alguien llegó antes que nosotros», «si caes al mar no duras nada, mira os peixes». Y así. Antonio suelta un gallo pequeño, y antes de que este vuelva a nadar una gaviota lo caza. «Es lo que hay». Luego ocurre lo mismo con un cabracho, pero la gaviota desiste, por los pinchos. Todo se come a todo. O lo intenta.
El festival de nombres continúa: rapante, tapaconas, san martiño, rape («ou peixe roca»), xurel. Aunque el barco no es lugar para la poesía es difícil no acordarse de Alberti, que cuando iba a los restaurantes pedía que le cantaran los pescados del día, porque él comía de oído: se quedaba con el que sonaba mejor. También hay santiaguiños, un marisco pequeño que decide soltar, y un pulpo que lo mismo. «¿Qué tal vas, meu?», le dice a Julio. «Vamos bien». Y se ríen.
«Hoy esta muy tranquilo, pero el mar es otra cosa cuando se mueve», sentencia Julio. «Yo empecé a los doce, en Perú... Llevo en el mar toda la vida». Y entre silencios alumbra frases robustas, sólidas, como para agarrarse en medio de la tormenta. «Al final te acostumbras, el deber te hace fuerte, hay que obligarse a trabajar, si no te vuelves débil. El ser humano es un animal de costumbres... Dios no ama a los soberbios, sino a los humildes». Y después: «Hay que experimentar de todo, hay que conocerlo todo». Por lo que sea, acaba alabando la poesía española de principios del siglo veinte. «Qué tiempo de grandes poetas».
Otras noches del plumilla
Antonio pone rumbo a puerto, abre otra cerveza y clasifica la pesca por especies y en cajas. A las nécoras les corta la uña para que no se dañen unas a otras. Al rape le quita el estómago, «porque se pudre». «Vamos a ver qué comió... Es una buena pescadilla», dice, mientras la tira al mar, que todo lo aprovecha. A los bogavantes les ata las pinzas. De pronto saluda a dos hombres que faenan en una pequeña barca, cerca de una batea. «Son dos jubilados que vienen al pulpo. Deben de tener noventa años cada uno», asegura. Al llegar a tierra aún no son las once de la mañana, pero han pasado muchas cosas. Ya está el día casi hecho.
Los secretos de la noche
Camaradería
La jornada empieza a las cinco de la mañana, una hora propicia para la pesca. Dice Antonio Oubiña que hay mucha camaradería, siempre alguien te ayuda cuando te pasa algo.
Llegar a tiempo
Muchos de los peces capturados con la red ya han sido comido por otros depredadores: centollos, pulgas de mar, congrios...). «A veces llegan antes que nosotros», ríe el marinero.
Un vocabulario interminable
Una jornada de pesca es, también, una fiesta de nombres a cada cual más sonoro. Quienes viven del mar los conocen todos.
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete