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Crítica de ópera

'L'Orfeo' como esencia de la ópera

La capacidad de síntesis alcanza cotas extraordinarias, con un compromiso musical indiscutible y una visión escénica portentosa

Una escena de 'L'Orfeo' en el Teatro Real © Javier del Real |Teatro Real

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Crítica de ópera

'L'Orfeo'

  • Música Claudio Monteverdi
  • Libreto Alessandro Striggio
  • Director musical Leonardo García Alarcón
  • Directora y coreógrafa Sasha Waltz
  • Escenógrafo Alexander Schwarz
  • Figurinista Bernd Skodzig
  • Iluminador Martin Hauk
  • Intérpretes Julie Roset, Georg Nigl, Charlotte Hellekant...
  • Lugar Teatro Real
  • Fecha 20-XI

Eliminar del escenario del Teatro Real la polvorienta pomposidad con la que se ha escenificado 'Aida' e instalarse en la exquisita pureza de la producción de 'L'Orfeo', que Sasha Waltz & Guets trae hasta Madrid, es un estimulante ejercicio que insufla confianza sobre un género y sobre su enorme capacidad de persuasión cuando se orienta con sensatez. Quizá algún espectador pueda recordar otros trabajos de la compañía, por ejemplo sus 'Sacre' y 'Dido & Aeneas' presentados anteriormente en el Real en una clara confirmación de la importancia de la regeneración como herramienta de supervivencia de la ópera.

El asunto viene de largo y alcanza a la Venecia de 'seicento', cuando el género pasó de ser un asunto de corte a una cuestión empresarial y pública, y el repertorio se mantenía por sustitución amortizando los títulos según los cambios de gusto y la imposición de nuevas fórmulas. En el albor de aquellos años se sitúa la ópera de Monteverdi, vista por primera vez en la corte de Mantua y definitivamente viva gracias a que ha sido capaz de demostrar su capacidad de adaptación tras superar las pruebas de estrés a las que le ha sometido su constante reinterpretación escénica y musical.

'L'Orfeo' diseñado por Sasha Waltz viene rodado tras su estreno en De Nederlandse Opera, de Ámsterdam, en septiembre de 2014, con dirección musical de Pablo Heras-Casado. Desde una perspectiva general se habla de 'ópera coreográfica' pero, en realidad, la denominación apenas revela la sustancia de un espectáculo en el que la capacidad de síntesis alcanza cotas extraordinarias, con un compromiso musical indiscutible y una visión escénica portentosa.

La propia Waltz reconoce que la presencia del barítono Georg Nigl es un punto de partida indisociable y, a la postre, uno de los referentes de la producción desde su mismo origen, lo que corrobora el poder emocional de un intérprete que se maneja con igual soltura en el repertorio contemporáneo y en el antiguo, demostrando siempre una capacidad de simbiosis realmente prodigiosa. En el caso de Orfeo significa asumir un catálogo de recursos expresivos de enorme sutileza e intensidad: no ya en el sentido contemplativo, distante y enmascarado que ha servido para explicar el personaje en otras ocasiones. Se trata de dotarlo de vida, de dar a su pensamiento y a sus acciones de una perspectiva real, la de un mito que está vivo, que es capaz de pisar la tierra y de sentir la opresiva congestión del infierno.

Nigl marca un vértice de 'L'Orfeo' como epítome de un minucioso fluir musical, según lo disecciona en Madrid el director Leonardo García Alarcón: tan personal y tan exacto en el gesto, tan activo en el dibujo de muy diversos afectos. La Freiburger Barockorchester es un elemento insustituible, colocada a ambos lados del escenario con el fin de distribuir la sonoridad instrumental según las sugerencias del propio Monteverdi. El sentido naturalista del resultado -apoyado por las flautas en las escenas pastorales, por el metal en el tenebroso infierno o las cuerdas en las danzas- es una consecuencia derivada de la propia partitura, pero no lo es tanto que el trazo sea tan detallado, que la afinación alcance semejante grado de exactitud y que el acuerdo en la concertación enmarquen con tanta claridad las escenas, con desarrollo hacia un punto culminante en la muerte de Euridice y en la retirada, lenta y procesional, del cadáver.

La ópera barroca ha sido desde las recuperaciones escénicas hechas en las primeras décadas del XX un laboratorio hospitalario a la experimentación, fundamentalmente porque sus sentimientos son unívocos, sus acciones irrevocables y sus referencias mitológicas carecen de la ambigua grisura que da sentido al comportamiento humano. Muy pronto se descubrió que la abstracción entendida como operación conceptual podía ser un marco poderoso. En ese terreno crece la producción de Sasha Waltz, instalada sobre una plataforma de madera que desciende al comenzar dejando abierta una gran ventana cuyo fondo implica imágenes como sugerencia del lugar.

Waltz dice que «el espacio tiene la palabra» pero lo que verdaderamente interesa es su formalización en una coreografía que se mueve sin distinción entre la mera recreación como actor de la obra y la estricta sugerencia como elemento acompañante. El sentido de totalidad que tiene la producción se manifiesta aquí de una forma evidente, pues al gesto se incorporan el Vocalconsort Berlin los propios cantantes, según un reparto de papeles no siempre ideal -el talón de Aquiles de la propuesta- a excepción hecha de alguna aportación como la de Julie Roset, y en el final los músicos. El poder de las imágenes es innegable, el sentido de la belleza es superlativo, más aún, si cabe, una vez que Orfeo desciende al mundo de los muertos y al infierno, porque entonces el valor de la luz, de las sombras y del movimiento convierte la escena en algo sobrecogedor. El propio Orfeo aclara la aparente contradicción: «Ahí, donde se encuentra tanta belleza -canta Orfeo-, debe estar el paraíso».

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