El enigma de La Singla, la bailaora sorda que tocó el cielo del flamenco y se borró del mapa
Un documental recupera la historia de una artista que triunfó en Europa, bailó para Dalí y cuyo rastro se perdió durante cinco décadas
La fascinada mirada de Colita sobre el universo flamenco
La Singla, en uno de los carteles del Festival Flamenco Gitano
«¿Cómo es posible que baile como baila?», se pregunta la fotógrafa Colita. El asombro, qué menos,es compartido. Porque, en efecto, ¿cómo es posible? Sorda casi de nacimiento, asaeteada por la pobreza y la humedad pegajosa del Somorrostro desde chica y, sin embargo, ... fuerza la naturaleza. Portento del baile. La Singla, gitana de los barrios bajos de Barcelona y la mejor bailaora del mundo. O eso por lo menos decían en Alemania, donde los promotores Lippmann & Rau la convirtieron en estrella del Festival Flamenco Gitano. En el cartel, un jovencísimo Paco de Lucía y ella. Antonia. Antoñita. La Singla. «Los cuadros gitanos de danza y jaleo tienen cada día más admiradores entre el público alemán», celebra el noticiario de la época mientras La Singla, puro fuego, taconea con fuerza. Con rabia. Escupiendo fuego por la boca y apagándolo con los pies, como dijo de ella Jean Cocteau.
A pie de playa, en las barracas del Somorrostro, era 'La Múa', pero tablaos y escenarios la convirtieron en una leyenda. «Sus 'siguiriyas' no tienen ni han tenido parangón, ni aún con la gran Carmen, con la Amaya», celebraba la prensa en 1967. Ese mismo año salió de gira con Ella Fitzgerald y actuó ante miles de personas por toda Europa, pero en cuanto llegaron los años setenta, La Singla desapareció. Su estrella se apagó y la engulló el olvido. Pasó de codearse con Dalí y Miró, de compartir rodaje con Carmen Amaya, a la nada. Y ahí, claro, había una historia.
Eso es precisamente lo que pensó Paloma Zapata cuando trabajaba en su documental sobre Peret y la nieta del rumbero le habló de una bailaora sorda que deslumbró en los años sesenta y, acto seguido, se esfumó. Nacía así lo que acabaría siendo 'La Singla', documental que recupera y recompone la asombrosa y trágica vida de la bailaora.
Del Somorrostro al estrellato
La cinta, que pasó a finales de mayo por el DocsBarcelona, sigue las huellas de Antonia Singla desde su Somorrostro natal hasta su 'retiro' en Santa Coloma de Gramanet. Por el camino, una historia de auge, caída y enérgico taconeo. De estrellato precoz, fama internacional y repentino fundido a negro. «No había visto antes a nadie bailar así, por eso me resulta tan extraño no haber oído nunca antes hablar de La Singla», asegura la actriz Helena Kaittani, narradora del documental.
La historia de Antonia comienza a finales de los años cuarenta en el Somorrostro barcelonés: ahí nació en 1948 (o 1949, las cifras bailan) entre chabolas y barracas y ahí fue también donde quedó claro que algo no marchaba bien. «Ocho días después de su nacimiento me asustaron los extraños movimientos que hacía con la cabeza. Entendí entonces que tenía dolores terribles, y la llevé a varios médicos. Algunos dijeron que había sufrido meningitis, pero no era verdad. El hecho es que todos estuvieron de acuerdo en decirme que la niña sería sordomuda. Primero me desesperé; luego comencé a luchar para salvarla. El doctor Ramos me dio la última esperanza: 'tal vez comience a hablar cuando cumpla siete u ocho años, de lo contrario, se quedará muda para siempre'», recordaría Rosa, madre de La Singla, años después.
La Singla, fotografiada por Xavier Miserachs
Sin oír ni hablar, La Singla se encerró en sí misma. Su madre le enseñó los palos flamencos chasqueando los dedos y ella aprendió a bailar mirándose en el espejo. «¿Tienes hambre? Entonces baila», le decían en bares y tabernas cuando tenía ocho años. Y ella, claro, bailaba. Con coraje. Con furia. Para no perder el compás, se fijaba en la mano del guitarrista. Y en las vibraciones. Al final, sería ella quien marcaría el ritmo, salvaje y veloz, a los músicos.
A los 17 años, La Singla ya es una estrella. Una deslumbrante supernova flamenca. Ha bailado junto a Carmen Amaya en el rodaje de 'Los Tarantos' y se codea con artistas y bohemios. Miró le dedica dibujos, Gala y Dalí la invitan a Portlligat para verla bailar de cerca, Colita y Xavier Miserachs la fotografían en pleno trance danzante… Se dice que La Capitana incluso la ungió como su sucesora justo antes de morir en 1963.
«La niña en ese momento era sordomuda, pero bailaba como un ángel del cielo«, dejaría dicho Fritz Rau, promotor alemán que, junto a su socio Horst Lippman, la fichó para el Festival Flamenco Gitano de Berlín. En Madrid, el tablao de Los Califas tampoco es inmune a su talento y se rinde al arte de La Singla. En Europa, la bailaora encadena cuatro años de giras por una treintena de ciudades: planta bandera en el Olympia de París y abre camino a Camarón, Paco de Lucía, Pepe Habichuela y El Lebrijano.
Soledad y silencio
A mediados de los sesenta, el éxito de La Singla cruza veloz por el continente y no tarda demasiado en llegar a oídos de su padre, Pierre Antoine 'El Singla', un tipo oscuro para el que todo aquello se resume en una única palabra: dinero. Vive en el sur de Francia con una familia paralela, pero en cuanto ve una foto de su hija en el periódico, hace las maletas para tomar las riendas del negocio. La cosa, claro, acaba fatal: autoritario y codicioso, la aleja de su entorno, frena en seco su actividad social y rechaza buenos contratos por su desconocimiento del sector.
La Singla, con Dalí y Gala en Portlligat
La Singla sigue zapateando con rabia, pero su estrella se funde de pronto. Y se borra del mapa. Así de simple. O quizá no tanto. En sus pesquisas, Zapata reconstruye la historia de la bailaora tirando del hilo de los archivos de Colita y de Francisco Benegas, su antiguo representante, y acaba llegando hasta Santa Coloma de Gramanet, donde la bailaora aparcó su tristeza hace años. «Desde pequeñita siempre estuve triste, pero siempre tuve una sonrisa», dice La Singla casi al final de la cinta.
«Nunca he sido feliz», insiste desde su retiro. Una depresión la tuvo seis años en cama. Dolor, angustia, soledad. Quemó casi todos los puentes y nunca quiso mirar atrás. Quizá porque, después de todo, su arte era en realidad terapia. Una manera de espantar los males. De sacudirse de encima los dolores.
Ver comentarios