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ABC Cultural

Camela, el grupo de música que vertebra España

El dúo será la gran estrella de la verbena de San Isidro con un concierto en La Pradera este lunes 15 de mayo

De las gasolineras al estrellato: la increíble historia del ascenso meteórico de Camela

Camela durante un concierto abc

Nacho Serrano

Le pasó a mucha gente. La primera vez que escucharon a Camela pensaron «tienen su gracia, pero esto no es para mí». En esa España de principios de los noventa tan ansiosa de modernidad que siempre era mejor todo lo que viniera de fuera, o lo que viniera de aquí pero se pareciera a lo de fuera, la música del por entonces trío madrileño evocaba monedas cayendo desde las terrazas de los barrios humildes sobre cabras y teclados destartalados, marginación, pobreza. Nada cool.

Fueron los años en los que Dioni Martín, Ángeles Muñoz y Miguel Ángel Cabrera lidiaban con la paradoja del éxito en gasolineras y mercadillos frente al ninguneo mediático, una guerra que se saldó con victoria del empuje popular. Las élites culturales seguían rechazando que Camela pudiera ser un vertebrador cultural de la España real, pero llegó un momento en que la prensa se vio obligada a reaccionar.

«El pueblo es soberano, es el que dictamina lo que quiere y lo que no. La masa es la que manda», opinaba Dioni sobre el repentino cambio de actitud, ya no sólo de los medios sino de todo el mundo. De pronto, ese fan de Camela que hay en todos los grupos de amigos dejó de recibir collejas y burlas y pasó a ser un visionario, e incluso los festivales 'indies' empezaron a contar con ellos para renegar de un esnobismo que había dejar de molar repentinamente. La crítica hacia Camela se identificó automáticamente con el elitismo y pasó a ser enemiga pública, y la música verbenera se transformó en el credo del ensalzamiento de lo popular como algo puro, libre de circunspecciones intelectuales construidas sobre una suerte de supremacismo cultural clasista.

«Ha habido muchísima gente que ha pasado hambres, penurias y frío por confesar abiertamente en algunos ámbitos sociales que escuchaban y que les gustaba Camela. Gracias a Dios, los tiempos han ido cambiando, han ido evolucionando y esa gente ha dado un paso adelante», bromeaba el cantante al alucinar con el cambio de percepción.

La realidad es que en ámbitos populares, Camela es probablemente el cemento musical comunitario más fiable que haya existido desde los hits de las fiestas de pueblos en los ochenta. Nunca sonará por las terrazas del barrio de Salamanca, ni mucho menos en las del barrio de Miraconcha o el de Pedralbes, pero es marca (blanca) España, y el próximo lunes en Madrid, en las fiestas de San Isidro, el espectáculo estará en el escenario y también en La Pradera, donde se bailarán y se cantarán todos esas canciones de la techno-rumba que ya son clásicos del pop español por derecho propio.

A pico y pala

A los miembros del grupo les habían tomado bastante el pelo en sus inicios, y tuvieron que trabajar a pico y pala para reclamar lo que era suyo. Sus mánagers registraron Camela a su nombre, se quedaban casi todos los ingresos por derechos ya que los cantantes solo recibían el 1% de royalties, y también acaparaban buena parte del dinero de las actuaciones. Así que cuando el dinero empezó a fluir cada vez más, Dioni se cansó de repartirlo en tres partes iguales porque las composiciones de Miguel Ángel Cabrera no gustaban a su discográfica y siempre se quedaban fuera de los discos. Cabrera se marchó, y una vez convertido en dúo, Camela se consolidó como uno de los nombres esenciales de la música popular española de las últimas décadas.

Y también de los más comprometidos, y sin alardear de ello: cuando las crisis golpean la economía de sus fans, ellos suelen rebajar su caché porque quieren seguir siendo «gente normal que hace música para la gente normal», y en la vida se les ocurriría caer en el mismo elitismo que los machacó poniendo zonas VIP en sus conciertos o cobrando por tener encuentros 'Meet & Greet' con sus seguidores. Y es que a Dioni y Ángeles, lo de hacer distinciones por el dinero no les iba cuando eran pobres, ni ahora cuando son razonablemente ricos. Ya cuando vieron venir las vacas gordas, al firmar su primer contrato millonario en 1999, se fueron a celebrarlo con su manager y al pedir un vino caro, a Dioni le salió el acto reflejo de mezclarlo con gaseosa. «Tú, gitanito, que sea la última vez que haces eso con un vino de 16.000 pesetas», le dijo el representante. «Yo no sabía de lujos y sigo sin tener gustos caros. Ésa no es mi vida. Era y sigo siendo un hombre de barrio», recordaría el artista dos décadas después.

Aquel chaval nacido «entre chabolas y barro» en el poblado de San Cristóbal de Los Ángeles al sur de Madrid, que dejó el colegio a los trece años «por necesidad» y que fue padre adolescente apenas un par de años después, y su vecina, una niña de una familia de siete hijos, se habían convertido en unos verdaderos héroes del pueblo aunque a la industria, que sigue sin darles un solo premio o reconocimiento, siga sin darle la gana reconocerlo.

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