The Black Crowes y las siete vidas del rock
La banda americana triunfa ante un Wizink a rebosar.
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Iniciar sesiónOtro mal día para los sepultureros del rock, que son muy derrotistas.
El Wizink tarda pero se llena y «The Black Crowes» está tocando a las 21:01. Han pasado dos años desde la fecha en la que tendría que haberse celebrado el concierto y ... se nota mucho entusiasmo. El público, adulto y de media edad, viene con ganas de saltar, cantar y consumir, aspectos fundamentales de un concierto de rock n'roll.
Chris y Rich Robinson, hermanos georgianos -la Georgia de Ray Charles, no la del Cáucaso- vienen a interpretar uno de sus discos más populares, «Shake your moneymaker», un homenaje particular a Elmore James y, más en general, a toda la tradición del blues del Mississippi y sus afluentes. Tocan el disco íntegro, en orden y con un octeto sobre el escenario (seis instrumentistas y dos coristas que potencian los estribillos).
Arrancan con «Twice as hard» y sus guitarras envolventes y «Jealous Again», un rock n'roll donde el bajo lo abarca todo. Más pegadiza la última, mejor canción la primera.
La banda es, y hay que decirlo, Chris Robinson. Siguiendo el canon establecido para este tipo de grupos, el frontman es un personaje singular. Enérgico, desinhibido y con un toque afeminado en sus movimientos de muñeca, se mueve como se debería de mover Mick Jagger si realmente tuviera la edad que tiene. Él sólo llena el escenario y se encarga de alentar a la ciudad, que no necesita mucho ánimo pues viene entregada de casa.
«Sister Luck» y «Seeing things», dos de las baladas, bajan el volumen del concierto y así, sin exagerar tanto, su voz tiene muchos más matices. Esta última, que para el humilde cronista es la mejor composición del álbum, se ve saboteada por un cable roto. Aún así, acaba triunfando la música aunque las »chispas» del maltrecho cable estarán presentes a lo largo de toda la noche.
No se puede decir que inventen nada, tampoco tienen por qué, pero sí encarnan con elegancia la historia del rock, que empieza en África, continúa en Mississippi y llega hasta Illinois, San Diego, Liverpool e incluso Sama de Langreo.
Una de las mejores cosas del concierto es la colección de guitarras de Rich Robertson. Por sus manos pasan, en apenas hora y media, los modelos más icónicos del último siglo. Cambia en cada canción y exhibe una Martin, Fenders, una Gretsch que habría que robar… tesoros de seis cuerdas que podrían poblar museos.
Los americanos tocan todos los palos del rock, que tampoco son tantos, y lo hacen conservando solidez en el sonido. La uniformidad con la que suena la banda en su viaje por el Delta del río de los esclavos es el mayor éxito del concierto. Del sentimentalismo acústico de «She talks to angels» al frenético y distorsionado «Stare it cold», el disco suena mejor en directo que por los altavoces de cualquier equipo y eso no es algo común (menos aún en un pabellón de deportes).
Terminan el álbum y siguen interpretando tributos a la tradición. «Papa was a rollin' stone», una gran versión más cerca del frío de Chicago que del algodón sureño, destaca en una segunda mitad con varios solos guitarreros y el protagonismo más repartido.
Con aires a Zeppelin -aunque les sobren instrumentos para serlo-, suena «Sting Me», ya cerca del final. Dos amigos se encuentran por casualidad justo delante de mí y por su largo y ebrio abrazo pierdo de vista el escenario. Aprovecho y miro a mi alrededor y, de las 12.000, no hay cabeza que no se mueva. No sé qué carajo tiene la música, pero lo tiene.
Antes del bis suena «Remedy», que exhibe mucha caña e induce al trance a los dos amigos antes de «Rocks off», último tributo a los Rollings y final del concierto. La pista se vacía, Goya burbujea una vez más y los sepultureros del rock se marchan a casa para continuar con la esquela de un muerto que está muy vivo. Larga vida al Rey.
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