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ÓPERA

El torneo ciudadano de Petrenko

El aplauso de los espectadores ante la aparición del director en el foso y en el saludo final superan lo meramente circunstancial convirtiéndose en una especie de enajenamiento general

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

El director Kirill Petrenko agota sus días en la Bayerische Staatsoper de Múnich . Durante seis años ha trabajado como director musical de la institución y, en poco tiempo, su busto acompañará a los de Hans von Bülow, Hermann Levi, Richard Strauss, Bruno Walter, Knappertsbusch, Solti, Sawallisch o, más modernamente Zubin Mehta y Kent Nagano que le precedieron en el puesto y actualmente decoran los rincones del teatro nacional. Petrenko está a punto de incorporarse oficialmente como titular de la Orquesta Filarmónica de Berlí n con la que ya ha ofrecido giras, conciertos y ha presentado su primera grabación discográfica.

La versión de la sexta sinfonía de Chaikovski es ya un referente interpretativo de la obra en línea con una tradición que en la actualidad tiene su contrapunto en la visión más radical, diversa e, incluso, excéntrica, de otro ruso (en este caso, de adopción) como es Teodor Curretnzis. Ambos están creando una verdadera corriente de acólitos. En el caso de Petrenko desde una visión más recia , también infalible , construyendo versiones contundentes, de barniz marmóreo asemejando un gran caparazón tras el que el director esconde su recelosa y tímida personalidad .

La muy importante labor de Petrenko en Munich es fácil de entender si estos días se asiste a alguna de las últimas sesiones del Festival de Ópera que a punto está de clausurar su edición 2019 tras más de setenta eventos, entre recitales, ballet y representaciones. El aplauso de los espectadores ante la aparición de Petrenko en el foso y en el saludo final superan lo meramente circunstancial convirtiéndose en una especie de enajenamiento general que, en este caso, deja muy en segundo lugar las faltas que pudieran encontrarse en la representación de «Los maestros cantores de Nuremberg» .

La obra es un símbolo de la ciudad desde su estreno en 1868, un detalle que suma al fenómeno Petrenko a la hora de entender el éxito global y aminora el hecho de que el tenor Jonas Kaufmann , otra de las estrellas previstas en estos «maestros», haya s uspendido por enfermedad . En comparación, Daniel Kirch no alcanza ni tan si siquiera un mínimo. De agudo corto y desafinado defiende con más pasión que idoneidad a Walther von Stolzing, dejando esa joya que es la canción del premio reducida a una victoria de consolación.

Petrenko salva estos «maestros» y lo hace desde una obertura premiosa, acelerada, más a bocajarro que ceremoniosa . A partir de ahí, la versión alcanza duraciones mínimas cercanas a lo histórico con un primer acto resuelto en 77 minutos y un tercero en hora y diez minutos. En ambos casos son unos veinte minutos menos que algunas de las versiones más largas en la atmósfera envolvente de Bayreuth , no en la inmediata de Munich.

Pero lo grandioso es la manera en la que todo ello se contextualiza sin producir jamas la impresión de velocidad, cómo se inmiscuye en la escena y participa, cómo la sonoridad del foso es siempre turgente , activa, entretejida y flexible junto a un reparto al que se le nota el rodaje y forma en su totalidad un buen conjunto. Esta singularidad es fundamental ante un título que implica a una decena de cantantes con rango de solista. Destaca Martin Gartner en su interpretación del mediocre Beckmesser, con un matiz irónico en la voz y logrando que el público entre al juego de sus payasadas. Subido en una «jenny» canta su serenata poco antes de que le apaleen y, luego, decida concluir sus hazañas suicidándose.

Perece algo excesivo este final , aunque es necesario considerar que la producción, estrenada en 2016, sigue encantando a lo espectadores porque asume una realidad popular y cercana. La propuesta de David Bösch es puramente funcional, se pliega ante la dramaturgia original de la obra y la traslada a una barriada en tiempos modernos en donde se celebrará el torneo de cantores con guiños «eurotelevisivos» y evocación a escenarios de festivales de la cerveza.

El título gana en realismo y humaniza aún más a la más «cotidiana» de todas las óperas de Wagner . Una perspectiva que podría dar sentido a la interpretación a ras de tierra que Wolfgang Koch hace del sabio Hans Sachs si no fuera porque siempre se agradece la presencia de un intérprete que aborde el papel con más nobleza, sentido del liderazgo y línea de canto embaucadora. Su arenga final merece un aliento elevado aunque sea para dejar en el aire ese significado ambiguo fácilmente asimilable a una intención nacionalista que en el arrabal construido por Bosch sería, además, algo desgraciadamente muy factible. En esa línea cabe ver la actuación de Christof Fischesser, Pogner crecido en el final. La más irregular de Sara Jakubiak como Eva o la mejor acabada y robusta de Okka von der Damerau en el papel de Magdalena. Aunque más secundario, el sereno de Milan Siljanov proporciona dos intervenciones muy bien acabadas.

Y, mientras, la ópera en Munich se vive de maneras diversas. La más singular es la del Stufenbar, «Pop up bar» de la Sttastsoper instalado en la escalinata de la puerta principal del Teatro Nacional. Creado por el estudio de Steffen Kehrle sienta por la tarde a entusiastas de la ópera que se mezclan con los espectadores que entran y salen de las representaciones, «ramblers» ciudadanos o gente dispuesta a tomar un crêpe, su propio almuerzo o descansar un rato. Cualquier representación de «Los maestros» siempre lo agradece.

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