Leonard Cohen canta los 40
MANUEL DE LA FUENTEMADRID. Es un joven poeta y novelista canadiense, cuyos primeros libros ya han tenido una moderada acogida entre la crítica. Pero perras, lo que se dice perras, dan pocas. El vate
MANUEL DE LA FUENTE
MADRID. Es un joven poeta y novelista canadiense, cuyos primeros libros ya han tenido una moderada acogida entre la crítica. Pero perras, lo que se dice perras, dan pocas. El vate decide que tal vez con la música los dólares lleguen ... y toma la dirección de Nashville porque siempre le hecho tilín la música country. Pero por el camino pasa por Nueva York y la gran metrópoli le «secuestra» como recordaría tiempo después. Allí, un tipo bohemio como él, apasionado de Rimbaud y de García Lorca, no puede elegir un mejor lugar para hospedarse que el Hotel Chelsea, el hotel de los corazones rotos del rock and roll donde, más o menos, coincide con Dylan, Joan Baez, Jimi Hendrix y Janis Joplin, con la que al parecer sí coincidió algo más y a la que dedicó años después una de sus canciones, «Chelsea 2»: «Me dijiste una vez más que preferías a los hombres guapos, pero que por mí harías una excepción».
Pero es hora de presentarse. El canadiense en cuestión se llama Leonard Cohen, de los Cohen de toda la vida, nacido en Montreal («cuna de mi familia, vieja como los indios, más poderosa que los Ancianos de Sión», dejó escrito) y un buen día de 1966, de vuelta en su ciudad descuelga un teléfono y canta (o recita, que nunca se ha sabido muy bien cuál es su especialidad): «Suzanne te coge de la mano y te conduce al río. Lleva ropas viejas e insignias del Ejército de Salvación, y el sol se derrama como miel sobre nuestra señora del puerto...». Al otro lado del hilo telefónico, una joven cantante de folk, Judy Collins, se queda prendada de esta «Suzanne» y decide grabarla en su disco «In my life». Un capo de Columbia, John Hammond (descubridor de Billie Holiday, Dylan y, posteriormente, uno de los primeros mentores de Springsteen) escucha la canción en la voz de Judy y decide contratar al trovador judío canadiense con un argumento bien sencillo: si un cantante como Dylan poría ser aclamado como poeta, por qué no un poeta como Cohen podía hacer lo propio como músico. Precisamente entonces, septiembre de 1966, Cohen y Columbia se convieren en pareja musical de hecho. En diciembre del 67, el disco es publicado bajo un escueto título, «Songs of Leonard Cohen». Y así, hasta hoy, cuarenta añazos después, momento que aprovecha la discográfica para recuperar aquel álbum y los dos siguientes: «Songs from a Room» (1969) y «Songs of Love and Hate» (1970), con alguna propina.
Versión original
En concreto, «Songs...» añade a las diez piezas originales otros dos temas («Store Room» y «Blessed is the memory»), grabados en las mismas sesiones, pero que no fueron incluidos en el estreno del canadiense. Igualmente, «Songs from a Room» aporta dos inéditos: «Like a bird» (primera versión de «Bird on the wire») y «Nothing to one» (primera versión de «You know who I am»). Por último, «Songs of Love and Hate» añade el original de «Dress Rehearsal Rag».
A lo largo de estas cuatro décadas, Leonard Cohen ha seguido grabando y escribiendo, y ofreciendo al respetable un puñado de títulos imprescindibles de la música pop, además de los ya citado, como «Death of a ladies man» (1977), «I´m your man» (1988), «The future» (1992) y el último, el extraño pero subyugante «Dear heather» (2004). Durante cuatro décadas, Cohen tuvo relaciones más o menos estables, un hijo, Adam, una hija, Lorca, en homenaje, claro está, a Federico, editó más libros, recibió premios, y hasta se hizo monje de un monasterio budista californiano, etapa que aprovechó su contable, un tal Kelley Lynch, para dejarle a dos velas, con apenas unos miles de euros de los cuatro millones de los que disponía para su jubilación.
Alguien le llamó centinela de la soledad, y otro alguien dijo al escuchar sus primeras canciones que con su música entraban ganas de cortarse las venas. O dejárselas largas, porque reencontrarse con sus primeros discos permite saborear la magia, la precisión, el mundo sombrío y raramente profético de este cantautor minimalista pero imprescindible, de este trovador zen al que por algo los monjes buidistas que ya se sabe que no tienen un pelo de tontos bautizaron como Dharma Jikan, «El silencioso».
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