SPOTIFY
La estrategia comercial que definió una época dorada de la música española: la Ópera Flamenca
En una lista de Spotify, recogemos algunas de las voces más significativas del flamenco entre los años 20 y 50
Luis Ybarra Ramírez
Gorjean remotos unos surcos llenos de música vieja. Son como chicharras, oleajes de freidoras con un líquido espeso en continua ebullición. Las voces, y las guitarras, salen de ellas acompañadas por un aura que las aprisiona en el tiempo. Ese aura es un sambenito para ... esta música: hará que algunos, por la deficiencia del sonido, sean reacios a escucharla. Otros, sin embargo, quedarán encantados, maniatados al fondo de este festival nostálgico que traen las primeras grabaciones comerciales del flamenco. Las piezas más antiguas las encontramos a principios del siglo pasado. En los años 30, sin embargo, mejoran los medios técnicos, aumenta la popularidad y de pronto el cante pasa de los cilindros de cera a los discos de pizarra. Algunos artistas serán rechazados por los productores por su escasa fiabilidad: los errores y las repeticiones resultaban costosas en los estudios. Otros, se negaron a fotocopiar sus gargantas por miedo a que aquel robot extraño les robase el trabajo. Por último, muchos se aventuraron y protagonizaron un período dorado, de efervescencia artística, denominado la Ópera Flamenca, verdadera eclosión de la inventiva jonda.
La etiqueta que se emplea para ubicar la etapa que abarca desde los años 20 al 1936, con una segunda fase hasta los 50, tiene su origen en una estrategia comercial por parte de los promotores , grandes creativos. En aquel momento, las artes escénicas (variedades) tributaban el 10%, mientras que la ópera tan solo el 3%. La cosa fue sencilla, y funcionó: le ponemos a esto Ópera Flamenca, llenamos los teatros y las plazas de toros ofreciendo lo mismo y ganamos más dinero. A veces, fantaseo con los comentarios que hubo de compartir algún tipo prudente, que seguro que habría, antes de desarrollar esa idea todavía primigenia. Ese hombre diría algo así: «Se van a dar cuenta. Cómo vamos a echar a cantar a uno por fandangos cuando estamos vendiendo ópera». La vida, tipo sensato, tiene estas incoherencias evidentes que si no pasan desapercibidas, por lo que sea, se aceptan. Eso debió suceder, aunque más tarde el empresario Vedrines comentara que fue una ocurrencia de la madre de Pastora Pavón para darle categoría a este género musical tan denostado.
El flamenco y la ópera, claro está, mantienen pocos lazos en común : ni en su espacio natural están de acuerdo, ya que uno vive de la cercanía y el otro se crece sobre el escenario. En las facultades que requieren sus intérpretes, tampoco se asemejan. Esto le escuché decir a un cantaor de prestigio en los camerinos al enfrentarse a un conflicto previo a una actuación: «Esto tiene menos futuro que Rancapino en la ópera».
Sea como sea, el flamenco se hizo espectáculo de entretenimiento más allá de los cafés cantantes. Se vendieron discos y se inventaron palos. También giró por los territorios. Los artistas triunfantes, La Niña de los Peines, emperadora durante varias décadas desde la Alameda de Hércules, en Sevilla, Manuel Vallejo, Pepe Marchena o la Niña de la Puebla, se convirtieron en iconos, fuentes de trabajo sobre las que orbitaban otros colegas de menor popularidad que actuaban dentro de sus compañías.
La historia, en movimiento
Antonio Mairena, defensor de lo más enraizado, no encontró su sitio entre tanto falsete. A Pepe Marchena le salieron imitadores, Negro Aquilino fue bautizado como el saxofón humano y los fandangos, el palo más grabado en la Ópera Flamenca, se hicieron personales. Cada uno tenía el suyo y el público pagaba por oirlos. Son tiempos de cantes de ida y vuelta. Había milongas y colombianas; más, incluso, que soleares. Los boleros se colaban por bulerías. Los adornos melódicos cobraron importancia, pues no se trataba únicamente de doler, sino de gustar al de enfrente. Hay un cambio de paradigma y de intención. Los raros, que así han pasado a la historia Manuel Torre y Tomás Pavón, andaban al reverso de su entorno, buscando aún troncos ajados, fuentes perdidas. Aquellas que Lorca y Falla decidieron recuperar en el Concurso de Granada de 1922 . Ganó ex aequo El Tenazas de Morón y un jovencito de 13 años, Manolo Caracol, quien viviría más tarde el auge de los tablaos.
Este fragmento dorado y elocuente de la historia yace aletargado en los libros y en los discos, de los cuales hemos recuperado cortes de algunas de las voces más señeras en una lista de Spotify. El pasado fin de semana, no obstante, apareció en manos del investigador Álvaro Beltrán un documento de un valor incalculable: un vídeo del Carbonerillo , enigmática figura de la época, con 23 años cantando por tarantas en los Jardines del Alcázar de Sevilla en el 1929. La Ópera Flamenca la conocemos a través del papel y del falso recuerdo de lo no vivido. Por lo que nos han contado y lo que hemos recibido de esos surcos sin editar que suenan a bosquejo de futura producción. Degustar en movimiento lo que sucedía detrás de sus bocas, de sus gemidos y palabras , es una experiencia en la que no cabe ni la melancolía. Un siglo encerrado en el aire efímero por el que se expande la música ha echado a caminar. Se ha roto el tiempo, abriendo una puerta de acceso a la ópera más oscura del mundo. Disfrútenla al compás que dictan sus celajes.
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