Bob Dylan: los aplausos tras el último acto
Con «Rough and Rowdy Ways», su disco de estudio número treinta y nueve, el bardo ha vuelto a firmar una obra maestra de su tiempo, que no necesita maduración, instantánea e inalcanzable
Nacho Serrano
Salvo contadas excepciones, el señor R. A. Zimmerman ha sido siempre un juglar verborreico, un narrador de historias que merecen ser contadas y adornadas con un detallismo fotográfico. Es raro que Dylan haga un disco si no tiene mucho que decir o, como ocurre en ... este nuevo trabajo, muchas preocupaciones sobre las que reflexionar. Echando un primer ojo a las letras de « Rough and Rowdy Ways », extensísimas, tan largas como las de los raperos, uno imagina cómo habrá quedado su máquina de escribir al terminar este disco cuyo título guiña el ojo al gran Jimmie Rodgers, la primera estrella del country (su gran «hit» de 1929 fue «My Rough and Rowdy Ways») y uno de los muchísimos personajes que forman parte del «collage» histórico-cultural que el artista plasma en el libreto de su obra, no tan distinto del que los Beatles quisieron reflejar en la portada de «Sgt. Peppers».
Una de las cosas que más llaman la atención de «Rough and Rowdy Ways» es la menor cantidad de metáforas en comparación con trabajos anteriores. Dylan habla claro, es directo y palmario en muchos momentos de su relato, y aunque al comenzar a escuchar el álbum nos queda un temible volumen de parrafadas por delante, también sabe sintetizar con su genialidad habitual. En los dos primeros versos que se escuchan al darle al «play» está el leitmotiv de todo el álbum: «Today, tomorrow, and yesterday, too, the flowers are dyin’ like all things do» («Hoy, mañana y también ayer, las flores mueren como lo hacen todas las cosas»). La obsesión que hay por la muerte, incluso por el Juicio Final, en este disco es tan extraordinariamente llamativa que acaba sintiéndose en los huesos. «Rough and Rowdy Ways» es una hagiografía del mundo que conocíamos, un fogonazo de arte que poetiza, y ya no augura pues para eso es tarde, el fin de una era.
Los escritores, músicos, cineastas, políticos, pensadores y otros personajes (algunos de ficción) que han marcado la civilización occidental desfilan por las canciones como si éstas fueran el escenario de una tragicomedia ya no en su último acto, sino en ese momento final en el que todo el elenco de actores sale a las tablas para recibir el aplauso. Shakespeare, Kennedy, Freud, Al Pacino, Marx, Beethoven, Indiana Jones, Homero, Kerouac, Julio César, Houdini, los Rolling Stones, todos se dan la mano para inclinarse juntos una última vez frente a la platea, con la orquesta del foso musicando la despedida de su público con unas aterciopeladas capas de blues, balada romántica, honky tonk y letanía épica, que conforman una de las fantasías sónicas más penetrantes, sublimes y emocionantes que el de Duluth haya grabado en décadas. En su disco de estudio número treinta y nueve, Bob Dylan ha vuelto a firmar una obra maestra de su tiempo, que no necesita maduración, instantánea e inalcanzable.
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