Nick Cave o la tristeza

Los grandes creadores son mártires de un dolor que sólo a veces es secreto. Cuesta mucho imaginar a un Rilke alegre, del mismo modo que cualquier persona entiende que la 'Comedia' de Dante tenía que comenzar forzosamente por el infierno. Si el arte son destellos remotos de otro sitio es porque aquí nada es como nos gustaría. No hay nadie más idealista que un buen poeta al que, necesariamente, le tiene que repeler la mediocridad del mundo. Por eso todos los escritores posan con rostro severo en las solapas de los libros, para fingir, al menos, que tienen el aspecto de los elegidos. Como Cave.

Los dioses crueles hacen siempre padecer a sus favoritos. Piensen en Job o en Aquiles, o en ese Nietzsche casi endemoniado que abrazaba a los caballos en una plaza de Turín poco antes de enloquecer. El filósofo alemán se preguntaba cuánta verdad puede soportar un espíritu porque en su universo, esto es, en su fábula de artista romántico y antirromántico, sabía que hay verdades que sobre todo duelen.

Habría que encontrar una palabra que fuera lo contrario del milagro. Un término para expresar lo que le ha sucedido a Nick Cave. Nadie está preparado para enfrentar la muerte de un hijo porque no existe ejercicio espiritual ni terapia que sirvan para afrontar una excepción semejante al orden de la naturaleza. Hace siete años murió su hijo Arthur , cuya ausencia inspiró un disco perfecto y cargado de dolor y niebla como 'Ghosteen'. Ahora se le ha muerto Jethro , para volver a mecerse en brazos de una mala fortuna. Busquen en su biografía y en sus canciones y reconocerán que si el diablo fue un ángel expulsado del Cielo, Cave se parece más a un ángel negro que clama por descerrajar las puertas del Paraíso.