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Barenboim al completo abre el Festival de Salzburgo

JUAN ANTONIO LLORENTESALZBURGO. Hace 41 años, Daniel Barenboim debutaba con la Filarmónica de Viena en este Festival, al que regresó dos veranos después con la misma orquesta, en ambos como pianista

Hace 41 años, Daniel Barenboim debutaba con la Filarmónica de Viena en este Festival, al que regresó dos veranos después con la misma orquesta, en ambos como pianista, junto a Zubin Mehta y Karl Böhm, respectivamente. Su primera aparición como director no tuvo lugar hasta 1990, también con la agrupación vienesa, con la que repitió en 1995. Han tenido que transcurrir 11 años para que Barenboim vuelva con la orquesta a su foro estival en calidad de instrumentista y director, abriendo esta nueva edición en una velada con carácter oficialista, repleta de aficionados y políticos. Entre estos últimos, el mandatario de la República, Heinz Fischer -«un buen presidente», comentaba mi vecina de asiento-, y el ministro español de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos.

En el programa, Mozart abriendo y cerrando. Como aperitivo, la «Sinfonía Haffner», en perfecta compenetración entre Maestro y Filarmónicos; como cierre, el «Concierto para piano KV 595», el mismo que, en marzo de 1791, interpretó Mozart en Viena en la que sería una de sus últimas apariciones. Sobriedad y elegancia en el artista argentino, especialmente en el segundo movimiento, en el que, con sentimiento, estricta técnica y escasa utilización de recursos, transportó a esferas superiores a un público entregado, al que, después de numerosas apariciones para recoger su testimonio en forma de aplausos, se vio obligado -no sin antes disculparse ante la orquesta por el rasgo egoísta- a ofrecer una intervención en solitario desde el teclado.

La parte central del programa se reservó para el estreno mundial -con más pena que gloria- de una pieza para chelo, encargo del Festival al joven compositor Johannes Maria Staud (Innsbruck 1974) en la que, tras unas primeras notas «a la manera» mozartiana de fácil asimilación, Staud introduce una relación ambigua, entre duelo y diálogo, entre el violonchelo -defendido por Heinrich Schiff- y la carga de fuerza de seis percusionistas que preside el tono general de la obra, que levantó protestas entre una parte de los melómanos. Tal vez por no considerarla adecuada para rematar la oferta.

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