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FESTIVAL DE SALZBURGO

«Fidelio» y el efecto Kaufmann

Si hoy hay alguien con posibilidades de alcanzar el Olimpo del canto, este es el tenor alemán. Las voces siguen manteniendo vivo el espectáculo y el Festival de Salzburgo lo sabe bien

«Fidelio» y el efecto Kaufmann © Salzburger Festspiele / Monika Rittershaus

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Recientes estudios sobre el comportamiento del público que acude a la ópera han confirmado que, más allá de los títulos, por encima de la porfía a la que llevan determinadas propuestas escénicas, lo que realmente llama la atención del espectador es la presencia de los grandes cantantes . Guste o no, las voces siguen manteniendo vivo el espectáculo . El actual Festival de Salzburgo lo sabe bien (en realidad siempre lo ha sabido), de manera que, sin abandonar el compromiso con el repertorio menos favorecido, sin dejar de ocuparse de la creación actual o de proponer otros ciclos de estimable valor músico-cultural, los grandes nombres de la interpretación vocal siguen caminando por la Hofstallgasse en dirección hacia una de las entradas de artistas con mayor linaje del mundo.

De entre todos lo nombres imaginables, en Salzburgo se entiende que, si hoy hay alguien con posibilidades de alcanzar el Olimpo del canto , este es el tenor Jonas Kaufmann, protagonista en la producción de «Fidelio» que estos días se ofrece en la Grosses Festspielhaus. Un pequeño ejemplo lo pone en evidencia: cualquiera sabe que el bueno de Florestan no aparece en escena hasta el segundo acto, después del acostumbrado descanso. Sin embargo, no deja de llamar la atención la manera compulsiva en la que multitud de espectadores, llevados únicamente por una fidelidad propia del forofo, invierten el tiempo de espera comprando postales del divo, DVDs, los últimos discos dedicados a Wagner, Verdi o Puccini (que el repertorio empieza ser considerable) o cualquier otro de los muchos que ya grabó. Hay sed de voces .

La presencia de Kaufmann en este «Fidelio» es muy de agradecer . Sobre todo si se tiene la mala suerte de dar con un día en el que muchas cosas llegan torcidas. El mismo arranque de la obra puede ser fatídico si después los cuatro primeros y rotundos compases de la obertura («Allegro») las trompas de la Wiener Philharmoniker se explayan en una sucesión de pifias («Adagio») que acaban por contagiar a la orquesta con efecto multiplicador. No debió pasarlo bien el director Franz Welser-Möst , aunque tampoco es probable que en otras representaciones sea capaz de proponer una lectura más refinada, pues, más allá del momento, es obvio que asoma una cuestión de concepto o, por decirlo de una manera más amable, una dificultad intrínseca a la hora de hacer factible la incómoda escritura beethoveniana. La orquesta suena demasiado fuerte, se tapa mucho a los cantantes , la sonoridad general carece de verdadero empaste y lejos, muy lejos se está de poder decir algo trascendente en momentos culminantes como el cuarteto inicial o el coro de prisioneros. A Welser-Möst se le aplaude notablemente, pero juega en casa .

Relevante propuesta escénica

Ante semejante escenario es fácil comprender que los más malévolos esperasen la llegada del aria de Leonore , «Abscheulicher! Wo eilst du hin?», de nuevo un momento de especial protagonismo para las trompas y en el que estás volvieron a dar el espectáculo. A la par estuvo la interpretación de Adrianne Pieczonka , quien defendió el papel en el Teatro Real la pasada temporada, tiene a su favor la corpulencia y no siempre la afinación . Así las cosas, este «Fidelio» se reduce a una buena actuación del Pizarro de Tomasz Konieczny, otra más opaca del Rocco de Hans-Peter König… y la presencia de Kaufmann , a quien un mejor apoyo orquestal habría permitido confirmar su reconocida posición internacional. El aria «Gott! Welch Dunkel hier!», un clásico ya en su repertorio, apunta claramente hacia la calidad de un artista cuya voz se enriquece día a día en matices más dramáticos .

Kaufmann es un gran cantante y algo menos un buen actor . El detalle es relevante ante la nueva propuesta escénica diseñada por Claus Guth . Tienen mucho que decir los intérpretes en un escenario puramente abstracto con mucho de conceptual cuyos límites son paredes de un habitación en cuyo centro gira y gira un gigantesco muro facilitando la entrada y salida de los personajes. En el segundo acto el suelo se vuelve inclinado, se pierde el giro y se enfatiza el trabajo personal de cada cual. El juego de sombras es formidable , la austeridad del desarrollo es fantástica y la idea de sustituir los diálogos por ruidos y efectos cavernosos es conmovedora. Una bonita realización escénica que entra por los ojos, que se explica mal y que se entiende peor. En definitiva, una idea de complejo desarrollo . Afortunadamente, Leonare cuenta en escena con una alter ego que intenta decir muchas cosas con lenguaje de signos. Algún iniciado lo agradecerá.

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