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Muere a los 88 años Blake Edwards, el cineasta que se podía tararear

Nos legó la imagen de referencia de Audrey Hepburn en «Desayuno con diamantes»

AP

ANTONIO WEINRICHTER

Blake Edwards es el director del que sabemos tararear más canciones de sus películas por gentileza de su colaborador habitual, el compositor Henry Mancini: el «Moon River» de «Desayuno con diamantes», el tema de «La Pantera Rosa», el de «Días de vino y rosas»… Este elogio es insuficiente: su mayor mérito fue sobrevivir al cambio de régimen que vivió Hollywood a partir de los 70. Edwards no pudo, en cambio, con las complicaciones de una neumonía que puso ayer fin a su vida, a los 88 años.

Mientras otros colegas de su generación languidecían, Edwards superó el bache que le supuso el fracaso consecutivo de «El guateque» (después película de culto) y de «Darling Lili» (con un Mancini ignoto de primera: «Whistling Away the Dark») y remontó la década con tres secuelas consecutivas de «La pantera rosa».

El que en esos tiempos del neoHollywood los tiros fueran por otro lado que el de trazar la crónica de las andanzas del patoso inspector Clouseau es una de las razones que explican la relativa oscuridad de su figura en las historias del cine americano. Sin embargo, las películas de Edwards suponen una tardía adición de madurez al canon del cine clásico, en el terreno de la comedia sobre todo, a la que aportan una personal estética del Scope (el Panavision era su formato de preferencia, y por eso sus películas hay que verlas en una sala grande). Heredero epigónico de la escuela del cine cómico mudo, sus personajes «aparecen aislados en el hostil espacio panorámico, incapaces de dominarlo como Chaplin y Keaton dominaban el marco más manejable de la pantalla silente», según la ajustada descripción de Dave Kehr. Basta recordar entre otros un memorable gag de «10, la mujer perfecta» que dura todo lo que una anciana vacilante tarda en atravesar el longuíneo campo de Edwards. Había algo de deliciosamente añejo en el cuidado con el que el cineasta organizaba su dispositivo visual, en una época en la que la mucho más desmadejada comedia gamberra montaba sus ruidosos estropicios.

Personajes inolvidables

Fue también, como todo director de comedia, un excelente director de actores y a través de ellos nos regaló algunos personajes memorables: la Holly Golightly de «Desayuno con diamantes» traicionaba a la chica ligera de cascos de Capote, pero a cambio nos legó la imagen de referencia de Audrey Hepburn. El profesor Fate (Jack Lemmon) de «La carrera del siglo» sigue siendo uno de mis mejores recuerdos de infancia, como el extra indio (Peter Sellers) que se niega a morir en la brillante secuencia inicial de «El guateque». Lee Remick, ese pedazo de actriz, brilló bajo su dirección en «Chantaje contra una mujer» y «Días de vino y rosas».

Pero quizá su mayor mérito fue haber sabido convencernos de que Julie Andrews (su mujer, además de su musa) era una mujer interesante: un amago de striptease en la infravalorada «Darling Lili» (¡qué gran escena de cama con Rock Hudson tiene en esta película!) y un desnudo frontal en «SOB: Sois honrados bandidos» le quitaron por fin el aura de monja-cantante, pero también brilló en «¿Víctor o Victoria?», quizá el último Edwards grande antes de la relativa aunque todavía prolífica decadencia que vive su cine en los años 80.

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