Michael J. Sandel, el filósofo más famoso del mundo: «Hay que recuperar el arte perdido de la discusión democrática»
Sus clases de 'Justicia' en Harvard acumulan millones de visualizaciones en Youtube. Agitó el debate sobre la meritocracia con 'La tiranía del mérito'. Ahora publica en España 'Contra la perfección'
La tiranía del mérito
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Iniciar sesiónMichael J. Sandel (Minneapolis, 1953) tiene la misma soltura en las distancias cortas que sobre el escenario. Viste un traje liso, no lleva corbata, escucha con intensidad, habla con una dicción perfecta, como estudiada o cincelada, igual que las pausas dramáticas a mitad de argumento. ... Cuando quiere elevar una palabra la coge con las manos y la sube al pedestal, y para reforzar su tesis pregunta: ¿tiene sentido? Sabe que sí. Su curso de 'Justicia' en Harvard, al que asistían miles de alumnos cada año, se convirtió en éxito de Youtube. La primera lección acumula treinta y ocho millones de visualizaciones en estos momentos. El libro es un 'best seller', también. Dicen de él que es el filósofo más famoso del mundo, y es cierto que tiene la capacidad de agitar las ideas en la arena política. Si hoy discutimos sobre los límites de la meritocracia es por su culpa. Acaba de publicar en España 'Contra la perfección' (Debate), un ensayo de 2007 en el que disecciona los dilemas de la ingeniería genética y alerta del riesgo de que esta tecnología agrande aún más la brecha entre los ganadores y los perdedores del sistema.
—Dicen que usted es lo más parecido que hay a una rock star de la filosofía.
—[Ríe] No sé qué pensar de eso.
—Bueno, lo conocen millones de personas, sale en televisión y llena auditorios.
—Cuando hace unos años filmamos mi curso de 'Justicia' y lo pusimos a libre disposición de la gente nunca imaginé que decenas de millones de personas quisieran ver conferencias sobre filosofía en internet. Luego escribí el libro basado en el curso y otros libros tratando de relacionar la filosofía con la vida cotidiana: tampoco me esperaba una respuesta como la que han tenido. Cuando viajo y hablo con los jóvenes que asisten a mis cursos lo que me encuentro son unas ganas tremendas de participar en el debate público. Ganas de debatir sobre los grandes valores, sobre lo que constituye una sociedad justa, sobre cuál debe ser el papel del dinero y de los mercados, sobre lo que nos debemos unos a otros como conciudadanos. Y esto contrasta con la polarización política de nuestras sociedades. Me da esperanza.
—Trabaja con el método socrático, que es casi la antítesis de lo que hoy es la conversación pública: gente insultándose, que en lugar de pensar reacciona. Y que desprecia la lógica.
—El reto es escucharnos: eso es lo que trabajamos en mis cursos. Escuchar e intentar comprender los principios éticos y las convicciones morales que subyacen a las opiniones de las personas con las que no estamos de acuerdo. Necesitamos recuperar el arte perdido de la discusión democrática. Lo que llamamos conversación pública hoy en día son peleas a gritos.
—¿Cómo hemos acabado así?
—Creo que por un par de razones. Una es que en las últimas cuatro o cinco décadas, con la globalización neoliberal, la distancia entre ganadores y perdedores se ha ampliado. La desigualdad crece y los ganadores tienden a creer que su éxito es obra suya y, por consiguiente, que todo es cuestión de esfuerzo. Esto ha distanciado a nuestras sociedades: hay un gran número de trabajadores y personas sin titulación universitaria sienten que las élites les miran por encima del hombro. Así que la desigualdad no es solo económica. Hemos perdido la sensación de que estamos comprometidos como ciudadanos en un proyecto común y democrático. Esta es una de las causas de la erosión de la conversación pública. La otra gran causa tiene que ver con las redes sociales, que han corrompido aún más el debate público.
—¿El medio condiciona el mensaje?
—Así es. Estamos constantemente pegados a nuestras pantallas, deslizando el dedo y enviando mensajes muy cortos. Las empresas de redes sociales han descubierto cómo captar nuestra atención: la forma más eficaz de hacerlo es ofrecernos noticias breves e impactantes que saben que nos incendiarán y nos enfurecerán. Lo llaman 'engagement'. Pero lo que esto consigue no es un compromiso entre personas sino todo lo contrario: esto aumenta las diferencias entre ciudadanos, profundiza la polarización de nuestras sociedades. Si juntamos esto con la desigualdad no es extraño que hayamos acabado teniendo un debate público tan vacío, hueco y ruidoso.
—Martin Baron, exdirector de 'The Washington Post', decía en estas páginas que la polarización era un negocio. Ese es el problema, ¿no? Que es rentable.
—Las redes sociales están dañando la democracia a través de la polarización, del secuestro de nuestra atención. Y la razón por la que lo hacen, en efecto, es porque es su modelo de negocio: ganan más dinero cuanto más tiempo permanezcamos pegados a la pantalla, porque eso les permite conseguir más datos personales y eso les permite dirigirnos anuncios online personalizados. Yo creo que tenemos que regular esta publicidad. Hay países que están proponiendo prohibir este tipo de publicidad cuando se dirige a niños. Quizá sea un buen comienzo para ir más allá. Pero no es lo único que debemos hacer. También deberíamos crear foros alternativos para el debate público, lugares para discutir civilizadamente. Los medios de comunicación tradicionales no están haciendo un buen trabajo en la creación de foros para el debate serio y genuino, porque ellos se guían por los índices de audiencia y fomentan los enfrentamientos a gritos. Tal vez deberíamos experimentar con medios de comunicación sin ánimo de lucro.
—La pérdida de la capacidad de atención, ¿hasta qué punto nos afecta?
—Perder el control de la propia atención es dejar de ser libres. Una de las mayores amenazas a la libertad hoy en día es el secuestro de nuestra atención. Esto es perjudicial y corrosivo para la democracia. La atención es fundamental para muchas actividades humanas fundamentales, como leer un libro o participar en una larga conversación o en un debate: hay que ser capaces de dirigir la atención a algo en concreto, hay que concentrarse en escuchar, pensar, responder. Subestimamos la importancia de ser capaces de dirigir nuestra atención las cosas que realmente importan. Subestimamos el peligro de que nos distraigan para fines menores. Eso es lo que está ocurriendo. Y me preocupa que estemos criando a una generación olvide lo que es dirigir su propia atención por sí misma.
—¿Lo nota en sus clases?
—La enseñanza y el aprendizaje requieren un gran nivel de concentración. Y como profesor sé que no puedo competir con los dispositivos digitales, así que he prohibido todos los dispositivos digitales en mis clases. Lo fundamental en la experiencia de enseñar y aprender es compartir la atención. Y eso se vuelve imposible con las pantallas. Los estudiantes ya lo han aceptado, en su mayor parte. Y creo que lo agradecen. En una clase funciona, ¿pero qué pasa con la sociedad en general? Tenemos que plantearnos el problema de la atención.
—Hace unos días, Margaret Atwood recordaba que sus libros están prohibidos en varias bibliotecas y escuelas de Estados Unidos. ¿Hasta qué punto ha dejado de respetarse la libertad?
—La prohibición de libros es un reflejo del momento político y de la polarización que estamos viviendo. Uno de los campos de batalla políticos son las escuelas y las universidades. La polarización ha instalado, desgraciadamente, en los templos del conocimiento. Es preocupante.
—Es la famosa guerra cultural, ¿no?
—Hemos perdido la capacidad de razonar juntos sobre las grandes cuestiones éticas. En parte porque durante años se han apartado las cuestiones éticas del debate público. Era la concepción que se tenía de la tolerancia desde el prisma liberal: decían que lo mejor era dejar fuera del debate público las convicciones morales y espirituales. Yo creo que es un error. Para empezar, no creo que sea posible ser neutral con respecto a las cuestiones fundamentales de la vida. Por ejemplo: la fe triunfalista del mercado durante el último medio siglo estaba animada por la idea de que los mercados son instrumentos neutrales. Pero para definir lo que es un bien público no creo que sea bueno ahorrarnos el debate de lo que es la justicia, porque eso tiene implicaciones en la desigualdad y la libertad. Además, los mercados no son neutrales. Nunca lo han sido. Eligen ganadores y perdedores. Privilegian ciertos modos de vida sobre otros. El problema de todo esto es que esos vacíos morales, estas discusiones que no hemos tenido, esos huecos se han llenado con intolerancias: con el fundamentalismo o el hipernacionalismo, principalmente. Es una reacción, un contragolpe populista.
—¿Y tiene solución?
—La única forma de enfrentarse a ello no es intentar desterrar el sentido y los valores de la plaza pública. Es crear un tipo de discurso público más comprometido moralmente que permita e invite a los ciudadanos a aportar sus convicciones morales al debate. Aunque haya desacuerdos, aunque haya disputas, aunque a veces sea complicado. Yo creo que eso elevaría la discusión por encima de los gritos, ampliarías el estrecho pensamiento tecnocrático de la gestión.
—¿Cree que vivimos en una época demasiado pesimista? Nuestros temas son la muerte de la verdad, de la muerte de la democracia, de la muerte del futuro.
—La democracia está en peligro, pero no nos faltan recursos para intentar hacer frente a ese peligro, a ese peligro. Y los recursos consisten principalmente en el proyecto, en la esperanza de revitalizar el discurso público, en la esperanza de revitalizar la ciudadanía democrática. Resistir a las fuerzas que nos empujan en la dirección contraria. Deberíamos resistirnos al pesimismo que observa los enfrentamientos a gritos y dice: no somos capaces de nada mejor. Porque sí somos capaces de un discurso público mejor. Y en este sentido la filosofía tiene un papel fundamental. Porque la filosofía pertenece a la ciudad, a la plaza donde los ciudadanos se reúnen y razonan juntos y discuten juntos sobre el significado de la justicia y la libertad y del bien común. Así nació la filosofía occidental. Sócrates no escribió libros. Él vagaba por Atenas y lanzaba preguntas a la gente para empujarlos a pensar críticamente.
La meritocracia y la legítima desigualdad
Diego S. GarrochoCualquier igualitarista radical podría dar el alto a nuestro razonamiento y señalar que toda desigualdad es, de por sí, ilegítima
—Y lo condenaron a muerte.
—Fue acusado de corromper a la juventud. Ese fue el cargo y, en cierto modo, la acusación era cierta. Si por corromper entendemos invitar a los ciudadanos y a los jóvenes a reflexionar críticamente sobre los supuestos con los que viven, él los corrompía. Pero eso es la filosofía, ¿no? Es la invitación a reflexionar críticamente sobre nuestras convicciones morales, la invitación a averiguar en qué creemos y por qué. En cierto modo, ser ciudadano, un ciudadano democrático, es ser filósofo. Al menos en esta medida de reflexionar sobre los supuestos que rigen nuestra forma de vivir. Reactivar ese proyecto y situarlo en el centro de nuestra política es lo que necesitamos para superar el peligro que representa para la democracia un modo de vida profundamente polarizado.
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