Lejos de Ítaca

Mi patria fundida

En Francia, a pesar de lo que les está cayendo, el ladrón cita a Napoleón. En España, la cita es con la chatarrería

Artículos escritos por María José Solano

Museo del Louvre EP

Hay robos, y luego están los robos con estilo. En Francia, por ejemplo, se roban las joyas napoleónicas del Louvre, esas que dormían entre vitrinas, vigiladas (poco, todo hay que decirlo) por tipos con corbata. Un robo de folletín, con guantes de terciopelo y ... acento de Montmartre. El ladrón, si acaso, deja una nota perfumada con 'eau de mystère' y una cita de Baudelaire. Luego se fuma un Gauloises, se ajusta la boina y se pierde entre los cafés del Sena, mientras el comisario le persigue con cara de Truffaut. Y después está España, donde ni los robos tienen glamour. Porque mientras los franceses se llevan coronas imperiales, aquí desaparecen campanas de iglesia. Y no de catedrales famosas, no: de pedanías con unos pocos vecinos y un gato. En Quintana del Pino, en el corazón de Burgos, han dejado a la iglesia de San Sebastián muda y huérfana. Una campana la robaron en 2016; la otra, hace unos días. Y no hay presupuesto para nuevas: ni para fundir, ni para rezar. Lo nuestro es la épica del óxido, donde el robo viene en furgoneta diésel, con las luces fundidas y dejando rodadas en la yerba:

«Manolo, arranca, que pesa poco y está rajada».

Y es una lástima, porque España ha tenido campanas gloriosas. La de Huesca, que nunca existió, pero con la que el rey Ramiro II mandó cortar cabezas. La de Zaragoza, que repicó al grito de «¡Viva la Virgen del Pilar!» cuando Napoleón entró a saco. La de la Giralda, que tocaba a Gloria cuando llegaban los barcos de Indias cargados de oro. Hasta la de Elche, la María, que pesaba más que un cañón y se oía a veinte kilómetros. Cada una, a su modo, contaba la memoria de nuestro país.

Ahora que ya no hay ni país ni memoria, las funden para venderlas al peso. Y, sin embargo, hay algo profundamente nuestro en esa tragedia. Porque mientras en París desaparecen las joyas del poder, en Castilla desaparecen los ecos del alma. Las campanas eran lo último que quedaba en pie, después de los vecinos, los niños y las escuelas. Eran las que anunciaban el fuego, la misa y la muerte. Si hay un cielo de los metales, esas campanas de Quintana del Pino repicarán allí burlonas. Quiero pensar eso, porque la verdad es desoladora: en Francia, a pesar de lo que les está cayendo, el ladrón cita a Napoleón. En España, la cita es con la chatarrería.

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Sobre el autor María José Solano

María José Solano es historiadora del arte, escritora y responsable de la editorial Zenda-Edhasa Aventuras.

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