La música del corazón
Mientras Madrid colapsaba con calles cortadas, hervidero de autobuses de fans e histeria colectiva a la intemperie, yo hacía un viaje al centro del mundo sin moverme de la silla de un viejo claustro
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Iniciar sesiónCon la ciudad de Madrid inmersa en otros asuntos que se apelotonan tratando de saciar inútilmente el hambre de novedad del españolito, a saber, flamante ley de Amnistía, resultados de elecciones europeas o termómetros disparados (los de la calle y los del Covid), yo me ... planto este viernes con el recuerdo reciente, cuyos vídeos todavía colean, del concierto de Taylor Swift. En mi caso, aquello me pilló lejos del Santiago Bernabéu, concretamente en la Fundación Antonio Gala, en Córdoba, donde esa misma noche asistía a otro concierto.
Y mientras Madrid colapsaba con calles cortadas, hervidero de autobuses de fans e histeria colectiva a la intemperie practicando recursos inverosímiles para poder hacer sus necesidades sin moverse del sitio, yo hacia un viaje al centro del mundo sin moverme de la silla de un viejo claustro, bajo un naranjo enorme que se deshacía, acalorado, de las ultimas flores de azahar sobre nuestras cabezas luciendo el esplendor tardío de alguna naranja como salida del jardín de la Hespérides.
Un violín y un violoncello tejían la noche de Córdoba con la voz de Antonio Gala al fondo, en una presencia invisible de grabación que calló, respetuosa, cuando los músicos (Pablo y Alberto Martos), comenzaron. El vuelo acrobático de los vencejos dibujaba trazos abstractos en el cuadrado de cielo renacentista y un par de pavos reales se asomaba sobre el alero de tejas, dispuesto a contemplar el concierto en primera fila.
Parecía que estábamos todos, así que dio comienzo el viaje musical que nos llevó, con sonido de madera, como un Orient Express portátil, desde los salones privados de Bach al Broadway de principios de siglo veinte; de la Italia rococó al romanticismo centroeuropeo, con sus palacios dorados y su verano en Marienbad; de la música aprendida a la música creada, en una pieza compuesta por el violinista Pablo Martos, que nos trajo aires familiares de su Granada natal: de madrugadas gitanas del Albaicín y suavidad acuática de la Alhambra.
Al finalizar, la ovación de aquellos cuarenta corazones se elevó sobre las espadañas espantando a los pavos reales. Pensé entonces en Madrid y en su macro espacio musical-deportivo hecho de hormigón y millones donde bailaban los miles de afortunados que había conseguido su prestigiosa entrada. Mientras apurábamos una copa helada de jumilla junto a aquellos hermanos músicos casi anónimos, tuve la certeza de allí, bajo el azahar y la Historia, los afortunados éramos nosotros.
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