Lejos de Ítica
«Arturito»
«El prodigio que iba a demostrar al mundo que aquel país oscuro también podía engendrar genios»
Arturo Pomar, el español que puso contra las cuerdas a Bobby Fischer
Fotograma de 'El pequeño peón'
Hay vidas que se juegan como una partida de ajedrez. Apertura brillante, medio juego prometedor y un final que nadie se atreve a mirar. La de Arturo Pomar, 'Arturito' para la prensa de aquel tiempo y para la historia que lo devoró, es ... una de esas vidas. Nació para ser prodigio y terminó como funcionario de Correos. El rey sobre el tablero acabó reducido a peón.
En la España de la posguerra apenas había comida, pero había Arturito. Lo sacaban en los periódicos como se saca a un niño santo en procesión: el pequeño que jugaba de tú a tú con Alekhine, el prodigio que iba a demostrar al mundo que aquel país oscuro también podía engendrar genios. Lo llevaron de torneo en torneo, convertido en escaparate de un régimen que necesitaba milagros para tapar su miseria. Y cuando dejó de ser útil para la propaganda, lo devolvieron a la cola del pan.
La tragedia estaba servida: un niño que pudo ser, que quiso ser, y que fue utilizado hasta que dejó de brillar. Paco Cerdà lo contó con precisión en 'El peón', un libro que hizo justicia a la memoria de aquel jugador y que nos recordó que los héroes del tablero también sangran cuando se apaga el aplauso.
El pasado día 9, llegó 'El pequeño peón' al Cine Embajadores de Madrid. Un documental que no es solo cine: es una exhumación de la memoria, un acto de justicia tardía. Porque la historia de Pomar no es la anécdota de un ajedrecista precoz, sino la metáfora de un país que, cuando conviene, convierte a sus genios en símbolos y luego los abandona al silencio.
No está mal recordar que Arturito fue siete veces campeón de España, primer gran maestro nacional, y aun así murió casi en el anonimato, sin los honores que el talento merecía. Una pieza sacrificada en la partida de otros.
Pero lo más triste es que no fue solo el franquismo el que lo utilizó y lo olvidó. Fue también la España posterior, democrática y moderna, la que prefirió callar antes que reparar. En este país hemos convertido en costumbre enterrar el talento dos veces, una en el cementerio y la otra en la indiferencia.
El tablero sigue ahí. Y mientras no aprendamos a cuidar a los nuestros, seguiremos condenados a repetir la jugada: abrir con brillantez, prometer mucho, y perderlo todo en un final miserable. Porque un país que sacrifica siempre a sus peones, jamás conocerá la victoria.