Flamenco

Manolo Caracol, cincuenta aniversario de la muerte de un torero del cante

Reportaje

El cantaor que cambió la historia de la música en España falleció en accidente automovilístico el 24 de febrero de 1973 en Madrid, camino de Los Canasteros

Imagen de archivo de Manolo Caracol con el torero Paco Camino

Luis Ybarra

Decía Picasso que «para dibujar hay que cerrar los ojos y cantar», por eso a Manolo Caracol le salían cuadros. Pansequito, en un arrebato de sinceridad, comentó ante la cámara que entre el mejor Antonio Mairena y el peor Manolo Caracol se quedaba con el ... segundo. Sin ánimo de polemizar, pues cada cual tuvo unos poquitos detractores frente a centenares de devotos, el cantaor de la Alameda representa, cincuenta años después de su muerte, el arquetipo de la inspiración. Es el cantaor de los escasos segundos. El de la catarsis en una pavesa. Morir por un fandango o matar cantando como única apuesta posible al sentarse en la silla. Torear con la lengua. Crear desde lo efímero. Contar.

El tataranieto del Planeta, por cuya sangre se espesaba el cadmio de Enrique El Mellizo, El Fillo, Curro Durse y otros intérpretes históricos del siglo XIX, perteneció a la familia de los Ortega. Ingenieros, hasta entonces, pocos. Toreros, bailaores, cantaores y artistas con distintas expresividades, por doquier. Vinculado a la provincia de Cádiz, vino al mundo para gobernar a pachas una época dorada del flamenco. Desde la Alameda primero. En Madrid después, también como empresario. Y en las Américas. Por el territorio nacional, junto a Lola Flores y sin ella. Para siempre.

Fue un niño prodigio que con trece años le rompió el pecho en cinco tercios a Edgar Neville y a Federico García Lorca en el Concurso de Cante Jondo de Granada en 1922. Un sabio precoz de gañote viejo. Inteligente en sus formas. Testigo de Chacón y de Pastora. De los mejores. Carne de espectáculo superdotada de ingenio que vino a la música para ponerla patas arriba. Con un par de fandangos. Y películas: 'Diablillos de arrabal', 'Embrujo', 'La Niña de la Venta'... Y espectáculos: 'Zambra', 'La nueva copla'... Y un tablao, el de Los Canasteros. Y soleares con sello gaditano, seguirillas, martinetes, tientos, alegrías o aquella taranta del jilguero que va a la playa y se baña. Una baraja, en realidad, suficientemente amplia de palos.

A Caracol, desde lo puramente artístico, siempre se le acusó con torpeza de dos cosas. Primero, de no ser extenso en su repertorio. Por eso en 1958 grabó junto a la guitarra de Melchor de Marchena la antología 'Una historia del cante flamenco' con Hispavox. Para desquitarse. Segundo, su éxito en la canción andaluza. Es decir, su acto de herejía, para algunos. Una línea similar a la que tomó Juanito Valderrama, La Paquera y tantos otros que hallaron fortuna más allá del cante de guitarrita y palma. Eso es: ¡herejes! Aunque jamás dieran de lado a lo jondo en sus recitales. Aunque los flamencos siempre los siguieran y ellos elevaran esta cultura por múltiples derroteros.

La impronta del genial creador sevillano arrasó allá donde posó sus labios. Se inventó una zambra propia a partir del rito granadino. La forma de zambra, de hecho, que más se ha interpretado desde entonces, esa del 'Romance de Juan de Osuna', 'La Salvaora', 'Carcelero, carcelero' o 'Morita mora' junto al piano de Arturo Pavón. Por encima de todo, hizo lo más difícil: crear un estilo. Donde prima el silencio y la sorpresa. El rizo medido. La queja musicaliza. Sin gritos. Sin excesos. Con un éxtasis contenido que se desata en lo arabesco de una salida por malagueñas. En la culminación de una seguirilla o el raro corte de perfil de una cadencia atemperada en la bulería. La parada inesperada. Como esta.

Manolo Caracol son cien giros irrepetibles hasta por sí mismo en los que nada sobra ni falta un jaleo. Tan personal fue que cuando Rancapino Chico canta hoy por La Marelu está cantando, también, por él. Más que seguidores tiene adeptos. Qué digo: fanáticos. Y redactar una lista con los artistas que tienen algo suyo en un rincón de la voz, desde La Paquera hasta Camarón, Beni de Cádiz, Juan Villar o Antonio Reyes, parece un ejercicio más propio de una tesis doctoral o un recetario de lo evidente.

El hijo de Caracol el del Bulto es un nexo entre entre dos tiempos, porque desde que llegó nada tuvo más que ver. También descubrió talentos, como el de Las Grecas. Se murió como cantó por soleá, cerrando la costura por la curva más inesperada, en un carretera a las afueras de Madrid el 24 de febrero de 1973.

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