Richard Ford: «Escribo novelas para contribuir de algún modo a la civilización»
El novelista norteamericano publica 'Sé mía', la despedida literaria de Frank Bascombe, el personaje con el que alcanzó el éxito
'Sé mía', de Richard Ford: resurección y ¿muerte? de Frank Bascombe

Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944) mira el reloj y dice: «Ahora mismo mi mujer está volando de Montana a Nueva Orleans, seguramente se estará despertando». Viste una camisa verde clorofila, tiene los ojos clarísimos como una orilla y la voz modulada por las historias que ... ha contado. Ha cumplido ochenta años y no le importa: «Todo es igual a cuando tenía sesenta, no noto la diferencia». Acaba de vender su casa de Nueva Orleans y aún no ha elegido un nuevo destino. De momento vive en la elegancia de la literatura, que es universal.
Ford ha vuelto a resucitar a Frank Bascombe, el personaje con el que conoció el éxito en 1986 con la ya mítica 'El periodista deportivo'. Después llegaron 'El día de la Independencia', 'Acción de gracias' y 'Francamente, Frank' (todas en Anagrama). Con el paso de las páginas el hombre abandonó el mejor oficio del mundo y se sumergió en el sector inmobiliario: hizo dinero y deshizo otras cosas, materiales e inmateriales. En 'Sé mía' está jubilado pero no enfadado y cuida de su hijo Paul, que padece ELA y al que quiere llevar al monte Rushmore antes de que muera. El escritor ha jurado que esta es la despedida definitiva de Frank: «No tengo mucho más tiempo».
—¿Cómo es su relación con este personaje? ¿Es algo así como un amigo o una voz interior que le cuenta sus secretos?
—No es un amigo ni es una voz interior. Es algo que he inventado, una ficción. Y nunca me he confundido con esto. Nunca he olvidado el hecho de que Frank es un objeto hecho íntegramente de lenguaje, de palabras, del mismo modo que un cuadro está hecho de pigmentos [y ahora se mira las manos]. Para mí es importante recordarlo para abrir el abanico de posiblidades narrativas. Porque Frank es un personaje mutable. Hace unos años, mientras pensaba en escribir una nueva entrega, pensé en convertirlo en afroamericano o en gay. Hasta pensé en convertirlo en mujer. Porque puedo hacer lo que quiera con algo que está hecho de palabras
—Es algo así como James Bond, ¿no?
—¡Eso es! Ves a Sean Connery, ves a Roger Moore, ves a… Son siete hombres distintos y siempre dices: mira, James Bond. Eso es lo que yo quiero.
—El libro empieza así: «Últimamente, me ha dado por pensar en la felicidad más que antes». ¿Está en esas usted?
—Yo siempre he pensado en la felicidad. Hay un momento en el libro en el que la madre de Frank está enferma, a punto de morir, y antes de apagarse le pregunta a su hijo: «¿Eres feliz?» Él le miente y le dice que sí [deja un silencio]. Bueno, esto fue lo último que me dijo mi madre: «Asegúrate de ser feliz». Y entonces pensé que sí era feliz porque me había casado con la chica que me quería casar y estaba escribiendo libros que iban razonablemente bien. Fue su manera de hacerme entender que la vida va de esto. De la felicidad. Yo intento hacerme feliz a mí mismo. Intento manejar la infelicidad de la mejor manera posible. Pero como soy un protestante a veces tengo que inventar la felicidad a partir de lo material, lo cual no siempre es lo más indicado [ríe]. ¿Sabes? Escribir novelas no es muy divertido, pero lo hago porque quiero contribuir de algún modo a la civilización. Pienso: bueno, voy a pasar cuatro años trabajando en este libro, penando, con la esperanza de hacer algo útil. Supongo que eso me hace feliz.
—¿Las novelas son útiles, entonces? ¿Mejoran el mundo?
—Sí, eso creo. Lo mejoran en la medida que hacen que los lectores piensen en algo con un espíritu más crítico, que reflexionen sobre el lenguaje que utilizan en el día a día, que disfruten de estar vivos, que no siempre es fácil. Quiero decir que las novelas pueden mejorar el mundo pero de una forma terrenal, no filosófica [y vuelve a agarrar lo concreto]. Yo llevo casado con mi mujer sesenta años, la he visto entrar en la habitación en la que trabajo unas diez mil veces. Y siempre me pregunto lo mismo: ¿qué estará pensando?
—¿Y lo adivina?
—A veces sí, pero no las suficientes. Pero siempre me interesa, eso es lo que importa. Creo que la pregunta que le he hecho más veces a mi esposa durante todos estos años es: «¿En qué piensas?».
—¿Eso es el amor?
—Bueno, yo tengo una definición de lo que es el amor y el matrimonio: es el esfuerzo por mantener la conversación viva. Ese interés.
—O sea, que el amor está hecho de palabras.
—Sin duda. Wittgenstein ya explicó que el mundo en el que vivimos son las palabras que utilizamos.
—Al final del libro, Frank sostiene que la felicidad es la ausencia de infelicidad.
—Y eso es lo que es… Todo el libro tiene que ver con la felicidad. De hecho, lo iba a titular 'Felicidad', pero una amiga se me adelantó. 'Sé mía' [el título final de la novela] viene de una especie de chocolatina que se regala el día de San Valentín. Es como un bombón con forma de corazón, muy pequeñito, como una cucharilla de café, y en el envoltorio, justo en el centro, pone: sé mía. Es lo que se supone que tienes que regalar a tu novio o novia. Y me gustó para la novela porque Frank le dice a su hijo: sé mi hijo. Y lo que él le pide es que este sea su padre.
—Frank ha decidido cuidar a su hijo Paul hasta el final. Y esos cuidados, de alguna manera, lo dignifican. Lo redimen. ¿Conoce esa sensación?
—Todo el mundo en mi familia ha muerto ya. Y yo a menudo estuve ahí, cuidando. No tengo hijos, pero eso tampoco cambia nada. Todos acabamos conociendo la vida y la muerte: es algo que nos atañe. Mi trabajo es proyectar aquello de lo que sé un poco y a partir de ahí crear un mundo. Frank asume esa tarea por amor. Y eso le permite decir cosas, sentir cosas y hacer cosas que de ninguna otra manera podría decir, sentir o hacer. Un escritor siempre intenta inventar una premisa para que el personaje pueda ser lo más libre posible para decir con total libertad lo que piensa. En eso consiste escribir novelas: buscar una buena premisa para encontrar algo importante y diferente y libre.
—Entonces, ¿la escritura es dura?
—Bueno, no tanto. La vida de un escritor es fácil. Nadie te grita, nadie te dice que tu trabajo es un desastre, haces lo que quieres hacer y manejas los elementos más fantásticos que existen: la vida, la muerte y el lenguaje. Y si además lo que haces funciona le puedes cambiar la vida a alguien. Es mucho mejor que ser gastroenterólogo.
—En el borde de la muerte, Paul puede decir lo que quiere. Nadie le va a juzgar y él lo celebra. Casi da envidia.
—Lo trágico es que va a morir, pero mientras dice eso está vivo. De alguna forma, la perspectiva de la muerte lo libera. Y al sentirse libre experimenta lo que es la vida.
—Con el paso de los años, ¿se siente más libre en la literatura?
—Yo diría que cuanto más mayor te haces, más aliento sientes para escribir. Sí, el pasado te alienta. Cuando gané el Pulitzer hace más de treinta años mi mujer me preguntó: «¿Cómo te sientes?» Y le dije: «Bueno, igual no soy tan malo en esto, quizá pueda volver a hacerlo». Así es como me siento todavía.
—¿Cómo se lleva con el paso del tiempo?
—Todo funciona, nada es diferente a cuando tenía sesenta o cincuenta. A veces intento pensarlo, si soy más lento, si ya no pienso con tanta claridad, si aún puedo hacer un número considerable de flexiones. Pero no noto muchos cambios.
—Le reboto otra frase de Frank Bascombe: «Es bien sabido que la gente vive más y es más feliz cuantas más cosas puede olvidar o ignorar».
—Cuando estoy en la cama, por la noche, a las tres o cuatro de la madrugada, todas las cosas que he hecho mal, todos los desastres de los que he formado parte, me persiguen. Y pienso en ellos. Pero tengo un pequeño mantra budista que me ayuda. Empiezo a decir: paz, paz, paz. Y empiezo a pensar en todas las palabras que contienen paz: pacífico, apacible, pacifista… Y al final me acabo olvidando de lo que estaba pensando [y ahora piensa]. Hay un dicho que dice: aquellos que olvidan la historia están condenados a repetirla. Mi versión es: olvida tanto como puedas.
—Ha dicho más de una vez que las grandes novelas no son autobiográficas.
—Hay cosas que experimentas y las plasmas en el papel. Pero de repente, al escribirlas son distintas.
—¿La verdad está sobrevalorada en la literatura?
—Frank diría que sí.
—¿Y usted?
—Yo diría que hay cosas sobre las que vale la pena mentir.
—¿La mejor forma de ser universal es escribir sobre tu vecino?
—Y ser preciso sobre las pequeñas cosas de la vida. Mis libros no van sobre Estados Unidos. Suceden en Estados Unidos. Es lo que conozco.
—Por cierto, ¿es usted nostálgico?
—No, no. Estoy aquí y ahora.
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