Meridiano de McCarthy

Tuvo desde siempre voz propia y fue un claro caso de alguien que hizo las cosas a su manera

Adiós a Cormac McCarthy, el escritor de la sociedad implacable

Cormac McCarthy ABC

En alguna de las muy pocas ocasiones en las que Cormac McCarthy (nacido el 20 de julio de 1933 en Providence, Rhode Island) concedió una entrevista y contó algo de sí mismo explicó que había sido bautizado Charles pero decidió cambiarlo por Cormac ( ... versión gaélica de su nombre) porque no quería que lo confundieran y se burlasen de él a partir del célebre muñeco Charlie McCarthy sentado en las rodillas del ventrílocuo Ed Bergen.

La jugada le salió bien: McCarthy tuvo desde siempre voz propia; no recuerdo ningún otro escritor llamado Cormac (al menos ningún gran escritor); y entonces Cormac McCarthy se convirtió en marca registrada de alguien que acaso escribió parado sobre los hombros del gigantesco William Faulkner.

Fue casi recluso y poco dado a las apariciones públicas (perteneció a ese raro linaje misantrópico de Hawthorne y Melville y Salinger y Pynchon y DeLillo y Denis Johnson) pero no por eso se privó de sorprender con súbita materialización de su persona en el programa de Oprah Winfrey. Allí, con ese rostro curtido à la Clint Eastwood, sentenció que «no creo que sea muy bueno para tu salud mental el andar por ahí hablando de cómo se escribió un libro y todo eso» pero a la vez aclarando que «es algo muy aceptable el ser reconocido en vida siendo yo alguien que escribe porque quiero que me lean».

Sí: McCarthy fue un claro caso de alguien que hizo las cosas a su manera. Modales que no cambió hasta que -luego de muchos años de escribir en la sombra y de esa bendita maldición que es la etiqueta de «escritor de/para escritores»- conoció el éxito de crítica y de ventas, Hollywood lo adaptó con nobleza y respeto, y su nombre fue aclamado y clamado cada octubre de premio Nobel. No lo recibió (suele ocurrir) pero recibió muchos otros de prestigio así como la condición de clásico vivo norteamericano. Recuento cómo en la última reseña a lo suyo y destaco en su obra (que tuvo altibajos, tengamos la piedad en esta hora de no explayarnos en su guion de cine para la infame 'El consejero' de Ridley Scott) la joyceana y post-faulkneriana y semi-autobiográfica picaresca de 'Suttree'; ese western bestial-filosófico e indiscutible obra maestra que es 'Meridiano de sangre' (uno de los hitos del siglo pasado para Harold Bloom); su contracara casi pastoral y con jóvenes y románticos cowboys compuesta por la 'Trilogía de la frontera' (1992-1994-1998); ese formidable y oscurísimo noir tex-mex de 'No es país para viejos' (que los hermanos Coen hicieron aún mejor al llevarlo al cine y que, corrió el rumor entonces, era en verdad un script de seiscientas páginas que un editor con pericia supo hacer mutar); y, según con el humor que uno la recorriese, la escalofriante y terminal o astuta y manipuladora y sentimental y un tanto derivativa para cualquier lector más o menos curtido en lo anticipatorio y apocalíptico que es 'La carretera' (2006).

Lo último suyo fue el extraño díptico fraterno/psicológico/noir compuesto por 'El pasajero/Stella Maris' (2022) donde al final, como en aquella canción de Bob Dylan, «nada es revelado» pero recién luego de que todo haya sucedido.

En los últimos tiempos vivía en el Santa Fe Institute (al que donó los 254.000 dólares de una Olivetti Lettera 22 con la que escribió toda su obra). Un «centro de investigación multidisciplinaria» donde trabajaba sin sueldo y alternaba diariamente con «las personas más interesantes que jamás he conocido; partiendo de la base de que, entre todas las cosas que me interesan, escribir está muy pero muy abajo en la lista». Desde allí, en 2017, lanzó la botella del ensayo 'The Kekulé Problem', publicado en la revista científica Nautilus, donde exploró las sombras del inconsciente así como las luces que dieron origen al sol del lenguaje humano.

Se dice que dejó varias novelas terminadas. Quién sabe... De ser esto cierto, cabe pensar que estarán escritas en lo que -a la hora de reseñar lo último suyo- definí como Idioma McCarthy: puntuación muy personal, ausencia de guiones de diálogo y de comillas y punto y coma, abuso del polisíndeton y la conjunción enumerativa y, a menudo, ninguna identificación acerca de quién dice qué cosa y «las más simples y declarativas oraciones posibles» acaso inspiradas por su admiración por las tradicionales y narrativas baladas de los Apalaches. Un lenguaje en el que, más allá de su composición, lo que se impone es el tratamiento constante de cuestiones como la vida y la muerte y lo que deshace a una y hace a la otra siendo consciente de que «no existe la vida sin derramamiento de sangre» y de que la aspiración a una armoniosa convivencia universal «es una verdaderamente peligrosa».

Puesto a recordarlo en la hora del adiós, me quedo con las cabalgatas bestiales de 'Meridiano de sangre' a pólvora y fuego y con ese momento de calma final en las últimas páginas de 'No es país para viejos' en las que un lacónico policía -cansado por tanta estupidez y violencia humana- le cuenta a su esposa un sueño. Y es un sueño que recuerda a la perfección -como si se lo dictase la voz y memoria de una ventrílocua voz superior y divina- para que esa misma voz, la Cormac McCarthy en sus tan precisas e inconfundibles coordenadas, lo escriba perfectamente y con las palabras justas y exactas.

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